TAt principio del siglo XX fue hallada por los ingleses una isla del Pacífico en la que vivía una tribu desconocedora de los avances tecnológicos y la vida occidental de la época. Un hombre de esta tribu fue invitado a Londres por los antropólogos y a su vuelta explicó a sus vecinos lo que por aquí había visto. Allí --decía este hombre-- están obsesionados con una cosa llamada tiempo. Hasta tal punto llega su fijación que han inventado unos aparatos para medirlo y los colocan en alto para que todo el mundo los vea. Hay quienes los llevan en la muñeca y lo más curioso --añadía el buen hombre-- es que no hacen más que decir que no tienen tiempo, cuando todos sabemos que es algo que no se acaba nunca. La verdad es que esto de parcelar el tiempo nos hace la vida difícil. Todo tiene su horario: si te quieres matricular de música o de portugués, sacarte la tarjeta sanitaria o renovar permisos, tienes que hacerlo en un horario que no está pensado para el usuario sino con otros parámetros. A veces cabe preguntarse qué sentido tiene que determinadas gestiones sólo se puedan hacer en unos momentos en los que la mayoría de la gente esté trabajando. Hace algunos años los centros de salud tuvieron la acertada idea de que un día a la semana se atendiera por las tardes en lugar de las mañanas. Lo que uno no se explica es por qué esa medida, tan apreciada por todo el mundo, no se extiende a otros sectores para que determinado tipo de minucias no se conviertan en un imposible. Hasta que no podamos volver a vivir sin horarios, como en las islas del Pacífico, qué menos que facilitarlos un poquito. http://javierfigueiredo.blogspot.com