TCtada mañana desayuno bajo la mirada atenta de dos o tres hormigas. Llevan con nosotros desde principios del verano y se irán en cuanto hayan completado su recolección para el invierno. Nuestro primer encuentro no fue cariñoso. Encender la luz y verse sorprendido por su trasiego, o apoyar la taza del café en una encimera atravesada por sus filas no resultaba agradable. Al principio, cuando eran pocas, perdonábamos su vida como dioses bondadosos. Luego, cuando fueron multitud, probamos trampas, trucos y productos químicos. Desaparecieron unos días pero han vuelto, eso sí, más cuidadosas. No sabemos cómo pueden haber escalado tantos pisos hasta llegar al nuestro, o de qué modo consiguen arrastrar un peso tantas veces superior al suyo. Se quedan petrificadas en cuanto aparecemos, como si su inmovilidad pudiera convertirlas en invisibles, pero enseguida continúan su trabajo como si tal cosa. Con el tiempo se han hecho sibaritas, y abandonan las migas de pan por algún trocito perdido de jamón. Podrían escribirse muchas metáforas sobre su esfuerzo, su perseverancia o su mansedumbre. O un estudio ecologista de cómo han acabado por vivir en nuestras casas. Pero cada mañana, mientras desayuno, solo se me ocurre dejarles algún trozo de jamón, como con descuido. Luego, camino del trabajo, me siento un poco mejor, aliviada, como si me hubiera quitado un peso de encima. Ya que no he sido capaz de acabar con ellas, ahora las cuido. A lo mejor, en ese cambio, en ese minúsculo suceso tan importante para las hormigas y tan insignificante para mí, está escrito el verdadero sentido de la vida. O no, pero yo me siento más a gusto.