Cuenta atrás para el 50º aniversario de los primeros pasos en la Luna. Será el próximo 20 de julio, aunque en Europa ya era 21. Si el propósito en esta primera crónica lunática fuera recordar lo épico del momento, lo natural sería imitar la voz de Jack King, el Constantino Romero de la NASA, la Voz del Apollo, «nine, eight, seven…», pero la intención es otra, poner el foco en la cara más prosaica de aquella odisea espacial, y qué más lógico, tratándose de una excursión como aquella, que comenzar por un repaso a la fiambrera. ¿Qué se lleva uno si va a la Luna? Más aún, ¿cuál fue la primera pitanza consumida en suelo lunar a bordo del Eagle? A esta última pregunta, una respuesta ya. Fue una hostia, acompañada de unas gotas de vino. Venían ambas cosas consagradas desde la Tierra. Cosas de Buzz Aldrin. No estaba en el menú programado por la agencia espacial. El primer ágape previsto consistía en unos daditos de bacón y unas galletas, pero las misiones Apolo fueron a menudo un 10% sorpresas e improvisación.

Buena parte de lo que aquí se contará (como la existencia de la apenas conocida constelación de Urion, con u) hay que agradecérselo al ingeniero y notabilísimo especialista en la carrera espacial Rafael Clemente, autor de un libro que narra sin desperdicio alguno la cara visible y la oculta de la carrera espacial.

La despensa del Apollo 11, aunque en misiones posteriores mejoró progresivamente, no era el insulso y repetitivo menú en tubo de pasta de dientes que aborrecía Felipe, amigo de Mafalda, en una de las viñetas de Quino. Protestaba ante el espejo, subido en un taburete, hastiado de comer cada días pechuga de pavita con champiñones, y lo lógico era que el lector se extrañara de que la dieta espacial fuera tan sofisticada. No iba desencaminado Quino. En aquel primer viaje a la Luna, además de los daditos de tocino, la tripulación tenía al alcance de la mano estofado de buey, sopa de pollo, pavo con salsa, pastel de dátiles, frutos secos, barras de caramelo, melocotón, pan y zumos varios, entre ellos de piña y pomelo y de uva y naranja. También café.

La mejor comida

«¿Sabe dónde sirven las mejores comidas de la Armada de los Estados Unidos?», pregunta Clemente. La respuesta la sabe él, claro. «En los submarinos». El almuerzo tiene algo de terapéutico y, qué si no es un cohete lunar, un submarino en el espacio. Así se entiende que con los años la alacena partiera incluso con ensalada de langosta.

Con todo, la hora de la comida a bordo no era en las primeras misiones de la NASA un festín de aquellos que entran por los ojos. Por cuestiones de peso, las comidas ingresaban a bordo deshidratadas. Cocinarla, o sea, rehidratarlas, requería echar mano de las pilas de combustión de la nave. La energía para los equipos eléctricos se obtenía con una combinación de oxígeno e hidrógeno que, ¡oh fortuna!, producía agua como residuo. Así se rehidrataban el estofado o se servía el café.

Parece fácil. No lo fue. Las misiones espaciales fueron a menudo un lento proceso de prueba y error. El agua era al principio burbujeante. Según cuenta Clemente en su último libro, Un pequeño paso para (un) hombre, aquello ocasionaba serias incomodidadas gástricas, tal vez, quién sabe, flatulencias, un problemón mayúsculo, no fuera que sucediera, aunque por otras razones, lo que le pasó al cosmonauta soviético Alekséi Leonov, que salió de su nave para realizar un paseo espacial y, por razones poco claras, su traje se hinchó. Cuando trató de regresar no pasaba por la escotilla. Improvisó una arriesgadísima operación de despresurización del traje y pudo regresar con sus compañeros.

Lo dicho al principio, las sorpresas y las improvisaciones no fueron pocas. Antes de llegar a la misa de Aldrin, merece mucho la pena rescatar la inaudita ocurrencia de John Young.

A los astronautas de la NASA no les cacheaban antes de emprender el viaje, así que Young metió en uno de sus bolsillos un sándwich de carne. Ya en el espacio, para pasmo de su compañero Virgil Grissom, lo sacó como si aquello fuera una chiquillada y le ofreció un mordisco. En el centro de mando se enfurecieron. Las migas en ingravidez podían dañar algún equipo. Fue un episodio tan sonado que una copia de aquel emparedado, conservada en metacrilato, se exhibe en un museo cercano a Indianápolis en memoria de Grissom, fallecido en el Apollo 1.

el cáliz de plata

La cuestión es que con el Eagle ya alunizado, Aldrin abrió el bolsillo situado en la parte alta del muslo y sacó un minúsculo cáliz de plata, un vial médico lleno de vino y una oblea de pan. El teclado del ordenador hizo las veces de altar. Neil Armstrong, como hombre de hielo que era, permaneció callado.

Antes de despedir esta primera crónica lunática, toca cumplir con la palabra. Urión. Los menús espaciales se concebían para que generaran el mínimo número de residuos. El pavo venía deshuesado. Lógico. Pero otra cuestión eran los residuos que genera el cuerpo humano. Para no indigestarle a nadie esta lectura, mejor no entrar en excesivos detalles sobre el zurullo ingrávido del Apollo 10, del que ninguno de los tres astronautas a bordo, Cernan, Stafford y Youg, admitían la paternidad. La cómica conversación que mantuvieron sobre la cuestión llevó el sello de «confidencial» durante un tiempo. Así que tal vez sea mejor contar solo una anécdota sobre micciones.

La orina se expulsaba de la nave a través de un conducto. Cuando salía al exterior se congelaba. Aquel hielo acompañaba un rato a la nave. Desde las escotillas se podía ver el brillo de esos cristales como unas estrellas más en el firmamento. A alguien se le ocurrió bautizar aquello como la constelación de Urión. Así se la llama aún.