TEtn una ocasión estaba entrevistando a un alcalde de una ciudad Patrimonio de la Humanidad, que no era Saponi, y de pronto me confesó que él seducía a las señoras adivinándoles el perfume. A mitad de la conversación, les soltaba de improviso: "Te pones Eau de Lancome , ¿verdad?", y ellas quedaban anonadadas y predispuestas para sucumbir al encanto del munícipe. A mí, que aún era muy joven, aquella confidencia me pilló desprevenido y también me quedé estupefacto. Me parecía un atrevimiento contarle esas cosas a un periodista y, al mismo tiempo, sentía una envidia insana porque a mí también me hubiera gustado ser capaz de seducir con artimañas tan elegantes. No sé si por candidez juvenil o por venganza envidiosa, pero lo cierto es que conté las artes pituitarias del alcalde en el periódico y se montó una zapatiesta de mucho cuidado.

Siempre me ha gustado el olor de las mujeres. Hubiera querido ser un experto en la cuestión, pero la vida no me ha regalado el don de la finura olfativa y sólo sé diferenciar lo agradable de lo desagradable, sin llegar a la perfección de esos perfumistas que distinguen notas, esencias y extractos. Aunque sí he tenido la suerte de conocer a sabios sabuesos como el susodicho alcalde o un marino mercante de Vilaxoán, bajito y feo, al que apodaban Capullo y que había navegado en mil mares, yacido en mil lechos y aspirado la intimidad de mil damas de mil países. El me enseñó que las danesas olían a flores, las norteamericanas a agua clara, las francesas a lavanda y las inglesas a nada.