TEtl malo corría pradera adelante con su caballo negro. John Wayne lo perseguía con su corcel blanco, se acercaba a él, ya lo tenía a tiro y de pronto, el cine entero estallaba en un griterío ensordecedor: "¡I, i, i, o, o, o, i, i, i, o, o, o!". A veces, las íes y las oes se acompañaban con palmas y otras veces con pateos. También había silbidos, el haz de luz de la linterna del acomodador, cáscaras de pipas escupidas, collejas, besos, bofetadas femeninas... Era el cine de los 50 y de los 60, aquellas sesiones interactivas en las que los besos de tornillo eran saludados con ovaciones y pitadas estruendosas y las persecuciones se jaleaban desde el gallinero del Gran Teatro con el coro del i, i, i, o, o, o.

En realidad, más que cine, aquello era una algarabía donde por tres pesetas veías un incesto en Mogambo donde debía haber un adulterio porque la censura cambiaba los diálogos y los amantes se convertían en hermanos, donde estabas acostumbrado a los besos elípticos: las bocas se aproximaban y en la siguiente escena se estaban separando, obligando a imaginarse los ósculos, que, naturalmente, superaban a la realidad en intensidad y manejo. Entonces no había aire acondicionado, pero sí cines de verano. El de Cáceres quedaba por donde ahora están las carmelitas y pronto estará El Corte Inglés. Tenía sillas de tijera, durante los diálogos aburridos podías beberte una Mirinda o mirar a la luna, en los besos elípticos silbabas y culpabas al operador de la cabina y en las persecuciones, gritabas i, i, i, o, o, o y cabalgabas sobre la silla como si fueras John Wayne.