La vida. Las preguntas. El llanto intempestivo. La mano que encaja como una pieza de Lego, camino del colegio. La mano que desordena, destroza, y mancha de tomate frito la pared de la cocina. La que acaricia y sigue el contorno de tu cara por la noche. Los cuentos. Los porqués, machacones, repetidos. La memoria minúscula y prodigiosa. Los ojos enormes cerrándose delante de un libro. Los dibujos animados. Bob esponja. Las tiendas de juguetes. Los ramos de flores aplastados. Las piedras. Su olor inconfundible. Las cosquillas en la planta de los pies. Las letras que bailan al compás de sus dedos, la maldita diéresis, la difícil diferencia entre je y ge. La dichosa ortografía. La sonrisa con que se despierta siempre. Su miedo. La fiebre. Tirarse a bomba a la piscina. Nadar como un pez. Su cuerpo de vainilla y chocolate. La risa inundándolo todo. El estallido de sus carcajadas que te reconcilia con el mundo. Las lágrimas resbalando por su cara. El dolor de barriga. Las chuches. Los besos de sorpresa. Los feroces guerreros. Las natillas y el regaliz rojo. La prisa con que crece todos los días. El hilo invisible que tira de él hacia arriba. La enorme importancia de sus pequeños problemas. La tragedia de haberse perdido un capítulo de la tele. Mi miedo a su miedo, a su tristeza. No volver a estar tranquila nunca. La certeza de que la preocupación no ha hecho más que empezar. El empeño por que el mundo sea un poco más amable. Entregarle alas. Apartarle del sol. El Minotauro. Vigilar que no se quede preso en ningún laberinto. Educar. Curar. Calmar. El cansancio y el gozo infinito. La vida. Las preguntas. Los hijos.