TStabemos que desde aquel primer 8 de marzo las cosas han cambiado bastante. Todos nos hemos reído con ese contrato para maestras del año 1923, uno que casi todo el mundo ha recibido por e-mail, y en el que se les prohibía frecuentar heladerías y montar en coche con hombres que no fueran el padre o el hermano. Y nos hace gracia porque hoy nos parece increíble algo que nuestras abuelas vieron como normal. Que se haya avanzado mucho no significa que una tarea esté acabada: todavía estamos lejos de acabar con la discriminación de género incluso en el llamado primer mundo. Lo que debiéramos plantearnos, antes de continuar por rutas equivocadas, es si todo el camino que nos queda por recorrer hacia esa igualdad debe hacerse en el mismo sentido y con los mismos protagonistas. Si la igualdad consiste en que las mujeres asuman papeles que tenían prohibidos y que eran privilegio de los varones, podemos acabar reproduciendo, en otros cuerpos, los mismos errores de los que pretendíamos salir. Maldita igualdad si con ella sólo logramos que las mujeres puedan alcanzar altísimas responsabilidades en las que pasar trabajando 18 horas diarias, manifestando frialdad, incomprensión y falta de sentimientos humanos. Tal vez no sea preciso que las mujeres se parezcan más a los varones sino que éstos muevan ficha y busquen la igualdad haciendo un recorrido inverso que les permita disfrutar de todo lo que el machismo les ha impedido desarrollar plenamente: participar de cerca en la educación de los hijos, mostrar sensibilidad, dar rienda suelta a los sentimientos y adquirir esa virtud que llaman empatía. No es poco.