Uno podía encontrar a aquel inmenso bajito caminando por los pasillos del instituto Reino Aftasí de Badajoz. De rostro enjuto, mirada inteligente, voz imponente y elegancia infinita, Celso se caracterizaba por sus gafas pequeñas, su desafiante sombrero y por los tres o cuatro libros que jamás faltaban bajo su brazo. Podía aconsejarte escritores griegos de novela negra, citarte a Alonso Quijano o criticar la última novela de Auster. A los alumnos les gustaba hacer apuestas entre ellos, ¿quién sería el primero que lograra burlarse de él con alguna pregunta trampa? Sus respuestas, tan contundentes como ingeniosas, les hacían perder siempre. Aunque supiera que esto iba a pasar, nunca me lo acababa de creer. Llevo todo el día dándole vueltas momentos que pasé con él; cuando lo alcé a hombros con otro compañero en medio de una comida para que lanzara su discurso, cuando me contó el accidente de coche que había tenido su hija... Los buenos profesores nunca mueren, dejan una estela imborrable, pasan un testigo inmortal, siembran unas fabulosas semillas... Y es que un Celso afecta a la eternidad. Por eso, aunque hace escasas horas abandonara este mundo con su elegancia de siempre, permanecerán, incrustados por los siglos, sus consejos, sus ideas, su infinita sombra. Además, Quijano recobró la cordura unos minutos antes de su fin; Celso no perdió nunca su genial locura.

José M Méndez Méndez

Profesor del Instituto

Tierra de Barros. Aceuchal