Mi suegro es un señor estupendo que piensa que soy un genio porque enciendo el ordenador, muevo el ratón y le pongo en la pantalla el periódico que lee cada mañana, y porque entro en la página de la compañía de autobuses para comprar un billete. ¡Qué grande es esto! comenta con admiración hacia el invento y hacia mí por saber utilizarlo.

Qué equivocado está. Soy un desastre. No sé nada de nada. He perdido una mañana entera por desconocer lo más elemental. Abrí una página de Word, pero estaba desactivada. No podía escribir. Me dispuse a solucionar el problema. Después de un par de horas de intentos no tuve más remedio que ir al establecimiento más cercado, un cíber al que acudo cada vez que me encuentro con una dificultad, que son muchas. El chico que lo regenta me atiende con amabilidad y sonríe cuando le cuento que a mi suegro le parezco muy lista. Resulta que esta versión de Office es de pago, bueno todas lo son me aclara, pero ahora Microsoft se ha puesto seria con el negocio y, después de unas pocas entradas, te desactiva el programa. No lo sabía, como no sé otras muchas cosas de este mundo de la informática. El chico, el del cíber, él sí que es un genio. En una media hora me lo activó engañando al sistema.

El padre de mi marido no necesita los ordenadores, su existencia transcurre a otro ritmo y sus necesidades son otras. Es verdaderamente independiente. Tiene todos los conocimientos que precisa para desenvolverse en la vida, yo no. El sí es listo. Aprendió todo lo que necesitaba y siguió aprendiendo hasta que la edad le obligó a decir basta. Yo, mucho más joven, me he quedado estancada. No soy independiente. A la mínima debo pedir auxilio a otros.

El sí es digno de admiración. Se preparó para su mundo y lo dominó. El mío ya me desborda.