TCtuando pienso en mi infancia me viene a la mente la sala de billares de la cacereña calle Obispo Segura Sáez (donde ahora está Artelux), ese templo del ocio al que los chicos del barrio, en un ejercicio de economía del lenguaje, solíamos nombrar los billares , a secas.

Me inicié en el juego de las carambolas a los siete años, siempre invitado por un amigo que acostumbraba a sangrar la caja del bar de su padre. Aquellos billares llegaron a ser mi segundo hogar. Mi madre solía enviar a mi hermana para preguntarme si iba a dormir en casa. "Dile que no, que hoy he traído el pijama". Mi padre, que tenía la pescadería casi enfrente de los billares, echaba una mirada de vez en cuando por si me cazaba subiendo aquellas cuatro escaleras; para burlar su vigilancia yo daba un pequeño rodeo, arrastrándome subrepticiamente como un ninja por la acera, la de la antigua cafetería Acuario. Algunas tardes me iba a jugar a las canicas a la plaza de Italia, donde vivían mis abuelos. Otro paraíso... Ya ven: el juego y la calle nos condenaron a mis amigos y a mí a una infancia feliz. Enfrascados en las batallas de Mazinger Z , términos como declaración de la Renta o hernia discal , ay, no tenían entrada en nuestro diccionario. Gabi, Fofó y Miliki sí que eran grandes payasos de la tele, no como los de los reality show de ahora. La cita de Shakespeare "Todo el mundo es un escenario" describía perfectamente nuestras existencias. Bendita memoria... Ahora recuerdo todo aquello con nostalgia. Y con la sensación purificadora y frustrante al mismo tiempo de saber que una vez fui niño.

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