Mi maestro de reiki dice que mi faringitis crónica podría ser fruto del temor a la muerte. La idea es que la angustia daña la garganta de la misma forma en que el exceso de alcohol hace lo propio con el hígado. Debería, pues, pensar más en banalidades y menos en mi funeral. Pero ¿cómo esquivar el vacío ontológico de saber que tarde o temprano seré alimento para los gusanos? No recurro a estas obsesiones con premeditación; no, acuden ellas por sus propios pies, en cualquier momento: al fregar los platos, al barrer la casa, al afeitarme. (He estado un tiempo sin realizar estas tareas, por si acaso, y lo único que he conseguido ha sido lucir barba de rabino y habitar una casa que parece la cueva de Alí Babá).

El hombre, ante la certeza de que su existencia son cuatro días, ha ideado un surtido lote de dioses que premien sus buenas acciones con la inmortalidad y un palco de honor en el paraíso. Los malos, al infierno. Así es la versión maximalista para adultos de los Reyes Magos.

Se han escrito miles de libros sobre el Más Allá y su circunstancia . Yo cambiaría todos esos libros por un solo folio de alguien que, tras cruzar la frontera definitiva, tenga la gentileza de explicarnos cómo funciona allá la vida, digo la muerte. Lo malo es que esos simpáticos muertos, brincando felizmente entre los vergeles del paraíso, no encuentran tiempo para escribir y enviarnos ese dichoso folio. Y así ando, con faringitis por culpa de esos antepasados nuestros que llevan miles de años muriendo sin dar señales de vida. A falta de pruebas fehacientes sobre la inmortalidad, seguiré tomando analgésicos y antiinflamatorios.