TLtos años transcurren y la memoria va perdiendo jirones, pero en el palimpsesto del olvido siempre quedan las huellas del olor. Uno puede esforzarse en borrar los recuerdos dolorosos o convertir en filfa la nostalgia, pero tras la curva, esta tarde de noviembre, un vapor de almazara extraviado te sorprende y quiebra de una sola vaharada la impostura de tu amnesia. Hace dos o tres otoños, el escritor Javier Cercas me describía en el parador de Zafra su última sorpresa: acercándose a Los Santos de Maimona, una intensidad desconocida había traspuesto sus sentidos. No sabía a qué olía, pero había viajado en un fulgor al territorio de la infancia. Le refresqué la memoria: era aceite, era una intensidad de almazara que lo acogía, lo mecía y remendaba los retales del recuerdo.

Escribió Unamuno que Las Hurdes marcaban la frontera entre la España del castaño y la España del olivo. Al sur de Salamanca, el aceite es un emblema, una cultura y una sabiduría. Por Europa y Norteamérica, el aceite se vende en boutiques y se despacha en frascos de esencias. Aquí la ninguneamos en garrafas. Mi aceite de cabecera la compro en Ceclavín y ha obtenido premios en certámenes internacionales, pero los galardones no aparecen en la etiqueta. Los extremeños somos así de austeros y elegantes: no presumimos por no avasallar. ¿Cómo convencer de que en la intensidad de la almazara hay un atisbo de futuro? Bueno está: olamos y saboreemos. Al fin y al cabo, a donde no alcanzan los argumentos, siempre puede llegar la elocuencia de un aroma.