Puede que a la tercera entrega de las andanzas violentas y esquizoides de Jason Bourne, el agente especial creado por el escritor Robert Ludlum, se le achaquen ciertas similitudes con la serie de James Bond, pero tampoco estaría de más recordar que la última película sobre el agente 007, Casino Royale , le debía no poco, en su violencia cruda y paroxística, a las anteriores películas sobre Bourne. El ultimátum de Bourne es, desde su mismo inicio, una calculada y muy eficiente descarga de adrenalina pura y dura. No hay complejidad en el entramado argumental. El guión se reduce a un esqueleto dramático bastante más simple que en los dos anteriores filmes: Bourne quiere averiguar definitivamente cuál es su verdadera identidad para poder así empezar una nueva vida en la que no se le aparezcan todos aquellos a los que ha matado. Para llegar a ese desenlace, el protagonista se ve sometido a las más duras pruebas en una carrera de obstáculos. El resultado, tanto en la secuencia en la estación londinense de Waterloo, montada a partir de múltiples puntos de vista, como en la persecución por las callejuelas y tejados de Tánger, es a la vez dinámico y francamente opresivo.