Días de difuntos, de cumplir con los muertos. Es un buen momento para repasar los antiguos ritos funerarios populares de Extremadura, tan curiosos, tan tremendos... Un trabajo presentado en 1989 por la Federación Extremeña de Grupos Folclóricos recogía algunas expresiones utilizadas en la provincia de Cáceres para referirse al hecho de morir. Eran estas: Arrugal el jocicu, machacal jormigah con el caletri, estiral la pata, mual lah colol de lah uñah, quealsi laciu el rabu, ilsi pal enjalbegau, jacel lo que Desideriu, ilsi pal güertu de lah patatah, doblal la sirbilleta, palmala, ehpichal, endiñal, ponelsi el abrigu de tablah ...

En el mismo instante de la muerte, cada pueblo tenía sus costumbres. En Navas del Madroño se vaciaban todos los recipientes de agua que había en la casa. Se creía que el alma, al separarse del cuerpo, buscaba purificarse con el agua que tenía más cerca y nadie quería luego lavarse con ella ni menos beberla. En la provincia de Cáceres, existía la costumbre de cubrir los espejos con trapos negros, de darle la vuelta a los cuadros, recoger las cortinas y los adornos y cerrar las ventanas. Así el alma salía de la casa y no volvía porque no la reconocía.

LA MUJER FUNERARIA En Torrejoncillo había una mujer cuyo trabajo era el de publicitaria de la muerte. Además de anunciar el deceso, hacía las veces de empresa funeraria: avisaba al cura, arreglaba los papeles, rezaba el primer rosario en la casa del óbito, encargaba el ataúd al carpintero y tocaba las campanas. Por este trabajo cobraba el sueldo base.

Lo de tocar las campanas era toda una ciencia y variaba según los pueblos. En Ahigal estaba muy reglamentado. Había que contar las campanadas para saber el sexo de quien fenecía. Si sonaban 13 y repique, era mujer. Si tocaban 14 y repique largo, era varón. Cuando los fallecidos eran solteros, las campanas doblaban con parsimonia. Por los niños no sonaban y si era cura el fallecido, entonces, casi a rebato: 33 campanadas, como los años de Cristo.

En Casar de Cáceres colocaban en el exterior de la casa un crucifijo con un lazo negro en un lugar bien visible. En la esquina de la provincia, por Tornavacas y Cabezuela del Valle, se aseguraba que el alma de una mujer que hubiera clavado una mariposa con un alfiler, estaría condenada a dar siete vueltas al mundo antes de encontrar el descanso definitivo. Lamentablemente, la profecía no especificaba si después de tan agotador periplo turístico el alma descansaba en el cielo o se estresaba aún más en el infierno.

Lo de los augurios tiene su aquel. Los cacereños piensan o pensaban que los fallecidos en día de lluvia tienen ganada la gloria, pero si mueren en plena tormenta, no hay duda de que serán condenados al infierno. Otra maldad: si los cirios que alumbran el cadáver chisporrotean, malo: el finado se marchó en pecado mortal.

Hay que fijarse también en la luna. En la provincia de Cáceres se cree que si la luna es nueva o en cuarto creciente, el alma se perderá por falta de luz y jamás escapará de las tinieblas. En cuanto a los bebés, las creencias ancestrales cacereñas establecen que si muere antes de mamar, va al cielo seguro, pero que si ya mamó, habrá de pasar por el purgatorio con el fin de sufrir por las faltas que le traspasó su madre con la leche.

En los velatorios caseros, ya se sabe, las mujeres dentro de la casa y los hombres en la puerta. Esta costumbre sigue vigente. También la de hablar de todo: primero de las virtudes del muerto, después de los pecados de los vivos, siempre que no estén presentes, claro. A lo largo de la noche se sirven varias rondas de café y copa. Salvo en Casar de Cáceres, pueblo de tradiciones rumbosas donde se acostumbraba a invitar de madrugada a chocolate, lomo y pringadas.

Las plañideras cacereñas tuvieron en tiempos fama de ser muy exageradas. Tanto que se dictaron leyes eclesiásticas específicas condenando sus salidas de tono. El ataúd era portado por cuatro hombres que lo sostenían con cuerdas. Según el trabajo de la Federación Extremeña de Grupos Folclóricos, lo de cargar el féretro sobre los hombros varoniles es costumbre muy reciente. Y de nuevo Casar de Cáceres vuelve a erigirse en el lugar de la provincia con los entierros más ostentosos: se les llamaba de pan y cera, iban 50 pobres con velas encendidas que recibían dos pesetas de propina y una mujer desempeñaba el oficio de ofrendera : vestida con 12 sayas, dos pañuelos de lana merina al pecho y una mantilla larga, llevaba a la iglesia cinco velas encendidas en una mano y una cesta con pan y una jarra de vino de misa en la otra... Habrá que estar atentos a las esquelas casareñas.