Brotes verdes, al fin. La crónica de la crisis japonesa ofrece algunos elementos que empujan al optimismo entre la acostumbrada aglomeración de calamidades. Los operarios que en la última semana han luchado sin resuello contra el monstruo de Fukushima empiezan a tomar el control, o al menos a evitar el descontrol anterior. Mientras, un adolescente y una anciana insuflaban moral al país con una de esas historias de rescates improbables que suceden en todas las desgracias naturales. Para compensar, se confirmó la certeza de que la radiactividad ha alcanzado a la cadena alimentaria.

"Creemos estar muy cerca de tener la situación bajo control", dijo el miembro del Ejecutivo Tetsuro Fukuyama. Los reactores 5 y 6, los menos problemáticos, ya no preocupan. Los operarios han conectado un cable eléctrico al reactor 2 que será fundamental para refrigerarlo y evitar fugas radiactivas. Ese mismo cable permitirá enfriar el reactor 1, conectado al 2. El reactor 3, el potencialmente más peligroso por contar con plutonio, fue estabilizado tras recibir centenares de toneladas de agua marina durante tres horas. Los trabajadores esperan alcanzar el devastado reactor 4 hoy o mañana.

El agua, introducida en los reactores por helicópteros o camiones de bomberos, es un recurso momentáneo. El éxito de la operación depende del suministro eléctrico. Si fracasara, los expertos creen que deberían enterrarse en cemento unas instalaciones ya inutilizables. Un responsable de Tepco, la empresa que gestiona la central, advirtió de que la situación podría empeorar en cualquier momento.

Los esfuerzos de Japón por aguar la amenaza nuclear mantienen por ahora en sordina las críticas a los responsables de la central. Su director, Masataka Shimizu, pidió perdón ayer "por todos los problemas causados". Shimizu no ha aparecido en público desde que empezó la crisis ni ha visitado la central.

En Japón crece la opinión de que el ruido nuclear está silenciando el drama de las víctimas del terremoto de 9 grados y el posterior tsunami que asoló la costa del noreste del país con olas de diez metros. Ayer hubo un mediático y milagroso rescate. Un joven de 16 años y su abuela fueron salvados después de que aquel pudiera subir al tejado de su casa en ruinas de la localidad de Ishinomaki y mostrar un pañuelo blanco al paso de un helicóptero. Ambos han sobrevivido nueve días entre las ruinas de su casa, sin electricidad y alimentándose con lo que quedaba en la nevera. La anciana, de 80 años, estaba envuelta en sábanas, mientras el joven padecía de hipotermia.

CADAVERES El cuadro global es más tenebroso. Las cifras oficiales ya llegan a los 8.451 muertos y más de 12.000 desaparecidos. Nueve días después del seísmo y el tsunami que barrió la costa, la recuperación de cadáveres cada vez es más difícil. "No podemos enseñar los últimos cuerpos a las familias. Han estado en el agua mucho tiempo, los cangrejos y los peces se han comido partes de ellos", dijo un oficial a la agencia AFP en Natori.

Los supervivientes y desplazados, unos 600.000 en todo el país, siguen sufriendo el frío, la falta de alimentos y de agua en los refugios. El Gobierno reconoció recientemente que se vio "sobrepasado" por la crisis. Un portavoz de la prefectura de Fukushima, donde se ubica la planta, reconoció ayer la tardanza en repartir las pastillas de yodo que dificulta la aparición del cáncer de tiroides. "Tomamos la decisión tras la explosión en el reactor 3, pero la orden no llegó hasta tres días después. Debemos de admitir que no estábamos preparados", reconoció.

Los japoneses tienen más razones para asustarse. La radiactividad, que hasta ahora solo amenazaba desde el aire, se ha extendido al agua y a los alimentos. Bajos niveles de yodo radiactivo han aparecido en el agua potable de Tokio, la megalópolis de 30 millones de habitantes a 240 kilómetros de la planta. El Gobierno ha prohibido la venta de espinacas y leche proveniente de la prefectura de Fukushima en las que se ha hallado más yodo del autorizado.