La lectura, siquiera apresurada de la sentencia que dictó ayer la Audiencia de La Coruña en el asunto del Prestige , produce casi pasmo. Sus 263 folios, volumen no excesivo para un caso que ha durado 11 años con nueve meses de juicio oral, son un ir y venir de razonamientos hipotéticos y contrahipotéticos, con no poca retórica elemental. Todo ello sazonado con un cansino mantra: nada se ha podido probar, todo es confuso y contradictorio. Todo salvo una cosa: la conducta del entonces director general de la Marina Mercante, López Sors , sometido, eso sí parece que la sentencia lo tiene por cierto, tanto a órdenes o presiones de sus superiores como a los dictámenes y consejos de los técnicos.

Da la sensación de que se adoptara la solución que se adoptara, el resultado penal hubiera sido el mismo. La sentencia se conforma con visos de racionalidad. Se escuda en la anormalidad de la situación. Pero, a mi modo de ver, pasa por alto un extremo esencial: la autoridad pública y los múltiples medios de los que dispone están para ser usados y bien usados, precisamente en situaciones difíciles o incluso extremas; para la situaciones ordinarias no hacen falta ni las autoridades ni sus medios exorbitantes. Dicho de otro modo: las administraciones públicas han de estar preparadas para hacer frente a frenéticas situaciones como la acontecida frente a las cosas gallegas entre el 13 al 19 de noviembre del 2002. Quien asume la responsabilidad de la supervisión institucional, aquí, de la seguridad marítima ha de hacerlo sabiendo su misión o los medios de que dispone; de lo contrario, no ha de asumirlo. Tal es lo que hizo el anterior capitán del Prestige , quien depuso el mando e informó al armador del penoso estado del navío.

Que el mayor desastre ecológico de la historia de España acabe con una condena por desobediencia --difícilmente entendible en su motivación como grave, imponiendo una pena benigna-- por incumplir un orden que finalmente se cumplió, es decir, por un retraso y no por una negativa abierta, causa perplejidad.

No menos perplejidad causa la responsabilidad civil derivada de esta catástrofe. No se imputa la indemnización del daño a la desobediencia del capitán y la ridícula cantidad de algo más de 22 millones de euros, cuando las acusaciones solicitaban más de 4.000 millones, queda a disposición de la aseguradora que los consignó a esperas de lo que se dilucide en ejecución de sentencia. Tanto esta decisión como las limitaciones en los cálculo llaman de igual modo muy poderosamente la atención.

Dos cuestiones, en fin, deben ser también aludidas. Pese a las dudas sobre la rigurosidad de la verificadora internacional de navegabilidad, ABS, sobre la idoneidad del Prestige , no consta imputación y, por tanto, menos aún condena alguna. Algo así como si el titular de una estación de ITV consigue zafarse de un proceso por lesiones a unos peatones, debidas a un fallo en los frenos del vehículo acabado de revisar en su instalación.

Otra consideración a resaltar con más énfasis por su carácter general. La actual organización judicial, más allá de los estrictamente procesal, enfrenta mal instruir y juzgar casos tan complejos como este. La infinidad de recovecos de una causa de estas características son tantas que al instructor individual, por más auxilio que tenga, se le escapan; por ello, el sumario no llega suficientemente cribado al juicio oral, donde no hacen más que aflorar dictámenes contrapuestos e incompletos que son el caldo de cultivo de las absoluciones ante hechos que siguen manteniendo, pese a la levedad de la sanción, la apariencia de graves delitos. Desorganización acaso no casual.