Entre Sabina y yo hay un viejo rencor no resuelto. Cuestión de herencias. El heredó de las musas toda la suerte, todo el talento y todo el pelo. A mí sólo me echaron hambre de arte y un hueso de envidia para que fuera rumiando. Pero es una envidia sin punta y sin veneno, hermana de la admiración. Y ahora también de la gratitud. Porque después de muchos años sin oírla cantar, hoy he vuelto a escuchar a mi madre canturreando por la cocina. Y nos dieron las diez. Ya sabía yo que los médicos se equivocaban cuando decían que el suyo era un corazón delicado, cerrado por derribo. Cómo iba a ser delicado si mi madre no tiene corazón. Hace años que lo tiene repartido entre un puñado de hijos, nietos y biznietos. Se ha ido regalando en porciones diarias. Por eso ahora es el gigante más pequeñito de la familia. Pero me angustiaba ese silencio, habiendo sido ella tan dada a cantar. Y llega Sabina y me la pone a punto de caramelo. Hay que ser muy artista, muy cirujano del alma, para con cuatro acordes reavivar una voz que los años tenían vencida. Gracias, maestro. Porque ni siquiera en las películas han sido capaces de inventar una máquina del tiempo que te haga volver al pasado del modo tan certero y sentimental en que lo hace la voz de una madre que canta a solas por los pasillos de casa. Es la voz de la infancia. ¿Y por qué será que el pasado nos atrae con tanta fuerza? Yo fui un adolescente regruñón y cejijunto, como todos, pero ahora daría cualquier cosa por volver unos minutos a aquellos días en que un bolero en la boca de mi madre daba sentido al mundo. Será que me estoy haciendo mayor. Será que yo tampoco canto ahora como cantaba. O será sencillamente que a partir de cierta edad en el mapa del corazón todas las calles se llaman calle Melancolía.