Los zapatos se le duermen en las manos. Y dormidos quedan cuando Jorge cierra. Hay zapatos como humanos, de derechas y de izquierdas. A todos atiende y respeta por igual. Jorge está hecho de la misma materia con que se hicieron el respeto y los corazones tiernos.

Cierra y, al irse, anda, su corazón, aventando respeto. Y allí queda el taller. ¡Taller! ¡Qué palabra tan bella! Una de las más bellas del castellano. Taller, donde se abrazan el trabajo, el sacrificio y el sudor. Y el hombre. ¡Dueño de sí mismo! Calle Fernández de la Puente.

El mismo taller que antes estuvo, veinte años, a tan solo unos pasos, en la calle Guardia Civil. A aquel taller le atropelló la calle. Estaba molestando. ¡Qué paradojas! Tan pequeño... y molestando. Luego sentó sus reales a tiro de piedra, en la calle Gómez Solís. En el pañuelo de la plaza de Santo Domingo. Y ahora, en la calle Fernández de la Puente. El mismo taller. Y el mismo hombre. Y el mismo barrio. Y el tiempo que los ve pasar. Y, desde su pedestal, también les ve San Vicente de Paúl (que es francés, pero no por eso deja de ser santo).

El taller del zapatero es un teatrillo de sueños. Alicatado de madrugones, de días sin fin, de vuelta y dale en la rueda de vivir. Y allí él, amarrado a su banco de zapatero y, desde esa soberbia atalaya, los años en cascada.

Jorge es Badajoz. No tendremos otro paisano como él. A Jorge le canta el color. Negro. Color negro. Color betún que va diciendo que vino de lejos. Casi cincuenta años en Badajoz y Badajoz, enamorada, se le ha rendido. Los vecinos tenemos a gala decir: «Yo soy amigo de Jorge», como si Jorge fuera nuestro santo y seña. Y lo es. Porque le rebosa la donosura. Porque huele a buena gente. Porque sus raíces, las que le han crecido en esta ciudad, nos sostienen a nosotros tanto como a él.

Por las mañanas, aún antes de que amanezca, reparte ejemplares de La Crónica. Creo que lo hace por demostrar así, con ese humilde gesto, que quiere agradar; que entre ser malo o ser bueno, ha decidido vivir en bueno. Y los reparte con una sonrisa que le sale de dentro. Una sonrisa de tripas, no de labios. Una sonrisa con todo. Una sonrisa que dice: soy yo, estoy aquí, y, en lo que pueda, me tienes a tu lado. Y las tripas le hablan con tanta verdad que Badajoz se lo ha creído.

También deja ejemplares en el bar donde los dos desayunamos. Yo más que él. Jorge está apolíneo a su edad, que es la edad de los galanes de una pieza. Jorge es un galán a lo Sidney Poitier. De hecho pudiera ser el mismo Sidney Poitier huido de la justicia por un mal paso.

Pudiera, si no fuera por ese acento portugués que le delata. Porque Jorge nació en Guinea Bissau y también se le nota. En cuanto me ve, me da una Crónica. Se lo agradezco aunque eso, en ocasiones, me obliga a leerme. No me gusta leerme. Releerme, al menos. Disimulo mientras espero a que salga.

Cuando sale, camino del taller, me deja la dicha de su cercanía. Jorge, como todos los buenos, lleva la cruz de vivir entre capullitos de sonrisas. Sale como Wayne en la escena final de Centauros del Desierto, a contraluz, y se lleva con él un aroma a esperanza. ¿Cuánto vale tener por amigo a un hombre bueno a carta cabal? Y en eso pienso cuando canta la alondra.

Algunos ejemplares de La Crónica se los lleva al taller para los lean los que allí le montan guardia y tertulia. Pepe Pizarro, uno de esos blanquinegros a los que el corazón solo les late la semana que el Badajoz gana. Y Antonio Pina, hombre de buenas letras y mejores maneras. Allí charlan, bajo la bandera del club. Y la española. Y una estampa de la Virgen de la Soledad. Y todo como pregonando a la ciudad que vino de lejos, pero ya es de aquí. Y la gente, que va entrando, lo sabe. La mañana pasa entre leznas y martillos. Tenazas y ungüentos. Tapas y suelas. Antonio y Pepe charlan mientras a Jorge, en la sonrisa, se le escapa la pena.