Ñampo (y zampo) con Rivero todos los segundos jueves de mes. Con él y con otros tan buenos como él. De tanto comer juntos les voy cogiendo el aire. Y rindiendo el cariño. Rivero es, así de sopetón, un empresario de tronío. Y también, por la gracia de Dios, miembro de número de la muy honrada y cabal Cuchara de San Andrés. Un tipo (San Andrés) al que crucificaron en aspa y de cuyos gustos culinarios no se tiene noticia alguna.

Rivero, cuando los demás mortales aún andaban a vueltas con Naranjito y los goles de aquel Mundial, se enredó entre energías solares. Un muchacho de Alburquerque y, de su mano, el sol. A mi idolatrado Rafael García Serrano le hubiera gustado la rima de esos dos versos. El sol triunfante y el hombre capaz de sostenerle la mirada. Porque hubo un tiempo en que los dioses nacían en Extremadura. En Alburquerque, pongamos por caso. Camino siempre de otro sol…

No recuerdo que yo, por aquel entonces, 1984, hubiera oído hablar de energías renovables (salvo en las obras de ciencia ficción). Pero es evidente que Rivero había oído. Yo me quedé en la crisis del petróleo de 1973, en los Altos de Golán, en la guerra del Yom Kipur, en Henry Kissinger y en el parche de Moshé Dayán (por entonces, y en espera de Padilla, el parcheado por antonomasia). En esas coordenadas estaba yo cuando Rivero montó su empresa. Luego vinieron otros. Así como Hernando de Soto fue el primero que avistó el Misisipi; río al que bautizó con el muy señalado nombre de Gran Río del Espíritu Santo. Casi como Rivero, que bautizó a su empresa RS Solar, como si de un dios azteca se tratara. Porque de José Rivero Sudón se podría decir lo mismo que de Hernando de Soto, que fue un adelantado. Adelantado es hoy una forma piadosa de bendecir a los locos que al final resultan cuerdos. Locuras como bodegas de grandes. Un día, entre plato y plato, Rivero nos dijo que lo de la bodega no tenía vuelta atrás. ¡Qué sabrá de vinos uno que sabe de soles! Creo que lo pensamos todos. Y algunos hasta lo dijeron. Pero Rivero, de lo que no sabe, aprende, y ahí anda Encina Blanca, con más medallas que un zar rojo.

Algo después, nos ofreció a sus hermanos en San Andrés el diez por ciento de la bodega. Él no lo recuerda, pero nosotros, los agraciados por el dislate, sí. Aquel fue un día especialmente feliz para todos. Ocurrió cuando nos dio a probar sus orujos. A Patuco no le agradan los destilados melancólicos, así que Rivero le trajo algo como para abrasar la garganta de arriero. Y la alegría fue mucha en la casa de San Andrés. Y, en el vino (y en el orujo), reinó la amistad desatada y el verbo fácil. Unos dicen que nos prometió el uno por ciento, otros que sí, que así fue, pero el uno para cada uno de los presentes, o sea, el diez por ciento. Sea como fuere, aún andamos en pleitos; y -como todos sabemos evitar la compañía de abogados en el ejercicio de su profesión- pleiteamos a solas los segundos jueves de cada mes entre veras y bromas.

Rivero tiene también su lado oscuro. En La Cuchara, desde los tiempos fundacionales, y nos remontamos a finales de otro siglo, es menester cocer, freír, guisar o asar los alimentos por la propia mano. Digo esto porque Rivero no ha mucho que se trajo de tapadillo al cocinero de unos de sus restaurantes; porque Rivero además de viñas centenarias, de antes de la filoxera, tiene restaurantes (como quien tiene corbatas). Y eso no. Es verdad que ha habido tibios precedentes, pero nada tan descarado desde que Pedro Botello se trajera de casa unos garbanzos con langostinos y tufo a Thermomix y perfume a manos amantes (excelentes garbanzos, por cierto). Tan excelentes como la ensalada hurdana que nos sirvió Rivero (por mano ajena). Imperdonable.

Seguimos comiendo con Rivero. En comandita. Comer con amigos en paz y libertad es bandera de felicidad. ¡Hombres, cultura y libertad!, proclamamos a voz en grito en los postres. Quizá un día de estos le perdonemos lo de la ensalada hurdana, quizá un día le acompañemos a inaugurar ese museo de armas antiguas que, más pronto que tarde, abrirá en Marvao. Quizá ese día venga también su amigo Ferrer Dalmau, el pintor de batallas como le bautizó Arturo Pérez Reverte. Quizá, entre tanto, Rivero gane alguna medallita más para sus vinos, quizá para entonces Rivero, en el piélago de las envidias, tenga el reconocimiento que se le adeuda. A su conquista interior. A su soberana expedición al reino inhóspito de crear riqueza aquí, desde aquí, sin abandonar la tierra que le vio nacer, sin renunciar,… en un doble tirabuzón sin red a diez metros escasos de los tiburones. El homenaje que, como adelantado de Extremadura, merece. Con o sin morrión de por medio. Mientras tanto me conformaré con comer con él los segundos jueves de cada mes, porque, además de simpático, es un buen hombre. Y tiene buen vino cuando bebe…