Había una vez un niño muy mayor que aún creía en buenos y malos. Y miren ustedes por donde los buenos tienen alma de charol. Antes de ser muy mayor, el niño, cuando aún era niño, carnes de niño, no sabía nada de casi nada. No había leído ni siquiera el Romance de la Guardia Civil de Federico García Lorca (alma de charol). Nada sabía de tricornios ni de rimas asonantes. Ignorancias supinas que no le impedían ser feliz.

Por aquel entonces el niño que aún soy se limitaba a ser feliz sobre un mapamundi de cuatro calles. San Vicente que tenía cine, Santa Teresa, los Fueros y la Argentina que iba a morir junto al edificio de Telefónica. Mi padre trabajaba un poco más allá, en la calle La Felicidad, circunstancia esta última, que no sé si tenía algo que ver con el estado general en que me recuerdo.

No creo que aquel niño supiera qué pudiera ser el charol y, por supuesto, desconocía que a Lorca le hubiera apiolado el rencor de un obrero amaestrado, tal y como José Antonio llamó a su asesino antes de que pudiera llamarle asesino. De los gitanos tenía vagas referencias por la lectura del Piyayo. Por aquellos ternísimos días papá y mamá me regalaron un balón de cuero, y mi universo se desbordó hasta casi más allá de donde alcanzábamos a chutarlo. Así, a golpe de balonazo, fui descubriendo la galaxia que me circundaba. Todo por la estratosférica cantidad de seiscientas pesetas, seis billetes, seis, de cien, un señor calvo que luego resultó ser Manuel de Falla. Un balón, cierta libertad para ir más allá, patadón y tente tieso, plus ultra, y la responsabilidad de cuidarlo. Hecho, este último, que me acercaba dramáticamente a la edad adulta, a la que, por cierto, cada vez veo irremediablemente más cercana.

La Avenida de la Argentina -Perón, trigo y carne- terminaba en el Monumento -a los Caídos, por supuesto-. Aquel niño tampoco sabía exactamente quienes eran aquellos caídos ni tampoco que hubiera otros caídos aparte de los Caídos. Pero junto al Monumento, junto al edificio de Telefónica, descendía una calle que parecía llevar a otros mundos, la Vega de Ansio, los humos de Altos Hornos y la extraña sensación de pisar una frontera.

Aquel domingo de cuando yo era niño, más niño aún que ahora, antes de que amanecieran las gentes, antes de ir a misa a los Salesianos, antes de casi todo, Miguel Gordo moría dentro de una guerrera verde en el edificio de Telefónica. Era un once de abril de 1976. Primavera.

Juan Francisco Lozano murió en Don Benito a resultas de dos puñaladas. Uno de noviembre de 2018. Otoño. No vestía la guerrera verde, pero el alma de charol le salió a flote. Como un sacerdocio, en guardia sin relevo. Y se murió porque le mataron. Probablemente por cumplir con su deber.

A Miguel Gordo también le mataron por cumplir con su deber. Por descolgar una ikurriña trampa. Entonces tampoco sabía yo que cosa era una ikurriña, no sabía siquiera que era la bandera de un partido separatista. Tampoco sabía, ni sé, lo que sabía aquel guardia civil palentino muerto en Baracaldo. Muerto porque le mataron. Electrocutado allá arriba donde no llegaba mi balón de cuero. Achicharrado.

Desde aquellos días he conocido a muchos guardias. No los he conocido malos. Si los hay, que los habrá, nunca me he topado con ellos. En casa me enseñaron a tenerles el respeto que se debe a toda autoridad, nunca a tenerles miedo. Los he conocido humildes humildísimos, esforzados esforzadísimos, exactos exactísimos, pero nunca malos. De entonces a ahora he tenido tiempo de leer el Romance a la Guardia Civil de Lorca, de escuchar las historias truculentas del hambre y del miedo, de saber quién era el Duque de Ahumada y quién el general Escobar. De hablar con los que padecieron los años de plomo en Inchaurrondo, de vivir frente a una casa cuartel y de trabajar con hijos del Cuerpo. A mí siempre me han tocado los buenos, hasta en las carreteras, cuando yo era el malo, y hasta en los callejones de las plazas de toros cuando he necesitado de su ayuda. Los buenos.

Miguel Gordo murió electrocutado. Juan Francisco Lozano murió acuchillado. A estas alturas de mi niñez sigo creyendo en buenos y malos, entre otras cosas porque los buenos cada cierto tiempo pagan con su vida la dicha de cumplir con su deber. Sacrificio, disciplina, abnegación,… Un soberbio código de honor. Un limpio camino de servicio. A la Guardia Civil, benemérito instituto, solo le debo, yo al menos, respeto y gratitud. Aunque solo sea por hacer transitable mi mapamundi. Aunque solo sea por tipos como Miguel o como Juanfran. Descansen en paz los dos. Y, si un día llego a ser mayor, ojalá fuera yo como vosotros.