Están preciosos nuestros pueblos en estos días. Apenas puede darse un paso por las calles y mucho menos por la plaza Mayor. La gente de fuera se mezcla con nosotros, adaptándose a ese paso lento de quien no conoce atascos cotidianos, a ese devenir siempre circular en que hay de detenerse cada cinco minutos para saludar a alguien. Va a comenzar la primavera y se nota en los escaparates y los corazones, en el color intenso de la ropa y en la luz que ha perdido su cualidad de invierno. El campo se renueva en esta estación cada vez más breve, a punto de desaparecer si creemos a los expertos en cambio climático. Pero justo antes del desastre, a tiempo para las romerías, los almendros están en flor, los escobones empiezan a vestirse de blanco y amarillo y ya se ven manojos de espárragos en las cunetas. Eso de día, porque la noche y la madrugada pertenecen a la tradición, a las cofradías, a quienes quieran acompañarlas por todas las calles. Sale el Cristo y el silencio es denso en los balcones, el camino a las ermitas se vuelve menos empinado, las palmas reciben a las Vírgenes y la ciudad se vuelve mapa de atajos para contemplar mejor los pasos de las procesiones. Y la Virgen, cualquiera de ellas, a su paso por la fuente, surge como ninfa del agua, vestida de azahares y gotas, rodeada de flores blancas. Recorre su camino recogiendo pólenes en su manto, en una estela de luz que se posa sobre la banda de música. Seas o no creyente, es cierto que estos días ponen un nudo en la garganta. Se celebra la Semana Santa, pero también en cierto modo la llegada de la primavera. Triunfa el sincretismo sobre la intolerancia.