La corrida, de José Luis Pereda, estuvo bien presentada pero sin exageraciones. Hubo toros muy reunidos, lo que invitaba a pensar que podían embestir, y de hecho varios lo hicieron y bien.

También la corrida tuvo la suerte de caer en manos de tres grandes toreros, tres maestros. Porque ellos taparon los defectos de los toros, que también los tuvieron, especialmente lo justo de su raza, o lo que es lo mismo, la falta de bravura de la que adolecieron.

Enrique Ponce toreaba su corrida número 1.956, habiendo lidiado unos 4.500 toros. El próximo martes cumple 20 años como matador de toros. Son números apabullantes que diciendo mucho, no lo dicen todo. Porque la esencia del toreo del valenciano sigue en alza, inmarchitable. Ese toreo continúa con una frescura que se asienta en la ilusión de quien ha hecho del arte de lidiar toros el eje de su existencia.

El primero de Ponce era un castaño que, en su ir y venir, mostraba su falta de celo. Le hizo un bello quite por chicuelinas y en la muleta se desentendía del engaño. Ponce lo sobó y creyó que lo iba a meter en la faena, lo que al final y muy a su pesar no sucedería.

El cuarto fue un animal bonito pero que no dijo nada en el capote de Ponce. Se le picó bien y el torero lo sometió en lo que fue un bello inicio de faena, con doblones de pierna genuflexa. Surgió allí y en ese instante el Ponce poderoso pero también el diestro inteligente que no cortaba el viaje.

Inmediatamente se dispuso a torear en redondo y lo hizo por el pitón derecho, que a la postre sería el mejor. Una a una, fue desgranando series con esa expresividad tan suya. Cayó baja la espada y el premio quedó reducido a un apéndice.

A El Juli también ayer se le vio en estado puro. Su primero estaba un punto montado por delante pero tenía una cosa buena, y era que era largo de cuello. Lo toreó bien a la verónica y en el quite por chicuelinas.

Se puso con la franela y le cuajó una gran serie con al diestra. El toro se sintió podido y a partir de ahí se rajó con descaro. Junto a tablas y pulseando la embestida, con un temple magnífico, le fue haciendo una faena impensable porque nadie la esperaba. Cortó su primera oreja.

El quinto fue el toro más alegre de salida. Tenía buen tranco pero se dañó en una vuelta de campana. Primero lo afianzó El Juli. Y después le hizo una faena larga, de menos a más, como son todas las buenas.

Allí había un toreo perfecto en cuanto a las distancias y las alturas. Esa forma de colocarse, de presentar el engaño y de correr la mano, hicieron al toro superar sus carencias. Al final, con el astado a menos, se dio un arrimón que, tras un gran espadazo, le supusieron redondear su tarde con dos nuevas orejas.

Miguel Angel Perera brilló a gran altura. Con el capote dio cuenta de que ya lo maneja mucho mejor. A su primero le ayudó en el inicio de faena cuando comenzó por ayudados por alto.

Después, a los sones del pasodoble que lleva su nombre, se dispuso a torear en redondo, en ese toreo tan suyo, tan de trazo largo y tan asentado y encajado, de mucho aguante. Fue ese un trasteo largo y exigente, con diversas fases en las que hubo una gran intensidad por ambas manos, con ese final de faena clásico en él, cuando se reducen las distancias. Paseó dos apéndices.

También al sexto lo toreó con el capote. Tenía un punto de sosería pero nuevamente salió a relucir el toreo del extremeño y en especial la forma tan delicada de echar la muleta al hocico. Por entonces ya hacía mucho frío y, tras media estocada y descabello, Perera cortó otra oreja.