TNto voy a escribir sobre Marbella, no caeré en la tentación. Prefiero hablar de ayuntamientos honestos, de hombres y mujeres que persiguen el bien común, y el propio lo obtienen como los demás ciudadanos honrados: con el fruto de su trabajo. Prefiero hablar de personas que también roban, pero horas de su tiempo libre o de su vida familiar. Conozco políticos que trabajan en una fábrica, una oficina o un taller y, además, luchan para que sus vecinos duerman tranquilos, tengan hospitales, colegios, funcione el alcantarillado, o puedan pedir un libro en una biblioteca. Hay otros que abandonan su profesión para dedicarse, en cuerpo y alma, a buscar esas cosas que mejoran la vida. Unos y otros merecen, no sólo todo mi respeto, sino toda mi admiración. Trabajar para los demás puede ser muy ingrato, cuando no se busca el provecho propio, ni el reconocimiento, ni el estrellato; cuando a veces se obtiene como única recompensa, el desprestigio que determinados sectores intentan verter sobre ellos; cuando la vida privada no existe, y las horas del día no son suficientes para solucionar problemas de los que los vecinos no llegarán ni a enterarse.

El caso Marbella lo juzgarán los jueces. Ellos valorarán cómo restituye cada implicado el mal que haya hecho. Para mí, lo peor de todo es que este grupo de desaprensivos, y los que gobiernan en otras marbellas a los que la justicia también debería pedir cuentas, contaminen el prestigio de toda una clase política. Porque no es verdad esa frase que se escucha estos días.