Cruzar el Mediterráneo costaba 1.100 euros. Ese era el precio. Pero yo no tenía suficiente. Un día se me ocurrió que, siendo mecánico, podría entender el funcionamiento de un barco, aunque no había subido a uno en mi vida. Contacté con la red de trafico y me presenté como capitán. Eso me permitía no solo no pagar el viaje, sino que, además, podía quedarme con la suma de dos plazas. 2.200 euros para mí. En mi habitación estudié cómo iba la brújula y, sobre un mapa, me fijé en las dos rutas posibles: la de Lampedusa, que salía de Zawarah --un día y medio de navegación, si el mar estaba bien-- y la de Sicilia, con partida desde Zliten, un camino algo más largo pero menos peligroso. El mejor.

Nadie cuestionó que fuera o no capitán. Incluso me dijeron que buscara y entrenara a los responsables de otros tres cayucos que iban a partir al mismo tiempo. Elegí a gente que tuviera corazón. Ellos llevarían a 60 pasajeros cada uno y yo, a 77. Las otras tres embarcaciones salieron antes que la mía. La primera regresó a Libia, los cogió la policía y los deportaron. La segunda y la tercera se hundieron y murieron todos. Pero de eso me enteré más tarde.

La noche elegida, el 3 de abril del 2008, mientras hacía la mochila, dije a mis compañeros de piso: "Hoy me voy a Italia". Horas antes había tomado una decisión muy importante. No cedería una de mis plazas a Habib. El y yo sabíamos que yo no era capitán, solo un mecánico. Habib era el ojito derecho de mi abuela, el favorito entre los seis. Un chico callado, tímido, muy trabajador. Si íbamos los dos, la familia podía lamentar dos muertes. Era mejor que él viajara en otro barco. El mismo día en que yo partí, Habib fue a mi casa, vio que no estaba y pagó su travesía. Salió unos días después que yo y su barco se hundió. Habib murió en el Mediterráneo. Lo supe mucho más tarde... Jamás olvidaré que yo tomé aquella decisión.

Aquel 3 de abril del 2008 gente de la red de tráfico --árabes muy peligrosos-- me vinieron a buscar en un coche nuevo y me llevaron a probar el motor. Era una cayuco de fibra con un motor de 75 CV. Me metí en el agua, a oscuras. Ayudé a partir a los tres barcos que me precedían. Y después obligué a mis 77 pasajeros --todos hombres-- a despojarse de los objetos metálicos para que no interfirieran con la brújula. El depósito estaba lleno. Recé. "¡Dios, solo quiero ayudar a mi familia!". Puse la llave en el contacto y zarpamos a las 4 de la madrugada. "A vida o muerte", me dije. El mar estaba embravecido. Durante la primera hora fui despacio para no ahogar el motor.

Indicios de locura

La embarcación me pareció muy grande. Me pareció dirigir un país dentro del mar. Fuera, las olas eran altas como montañas. Yo había visto en Ghana que los pescadores ponían las barcas en perpendicular a las olas, y así lo hice. Subíamos y bajábamos. Subíamos y bajábamos. La gente empezó a vomitar. Yo también tenía ganas, pero me aguanté. Era el capitán.

Pronto vi que la brújula no ayudaba mucho. Así que procuré