Durante siglos, nos hemos enorgullecido de ser un país de pícaros. El sinvergüenza y el que era capaz de vivir sin trabajar siempre han tenido su público. Hemos conocido bandidos de buen corazón y atracadores con peluquín que huían a Brasil pero sin tocar el dinero de la nómina de los trabajadores del banco. Qué arte, decimos. Quevedo o el autor del Lazarillo no lo hubieran escrito mejor. Somos un país de gente espabilada. De toda la vida se ha admirado al que grababa las cintas de casete de la radio, inaugurando el top manta. Y al que pirateaba la señal de la parabólica, o al que tenía la última versión del videojuego sin pasar por caja. Héroes de las comunidades de vecinos, de las pandillas de amigos, de los compañeros de trabajo. Gente que delinquía a pequeña escala, sin remordimiento alguno, con el aplauso de casi todos. Solo bastaba un empujoncito, un cargo, un lugar desde el que tomar decisiones, repartir dinero, recalificar terrenos. Todo con la simpatía característica del pícaro, del que te está robando la cartera pero lo hace con gracia, como en las películas de Ozores o Esteso . Los que engañaban a las guiris, los que vendían el Museo del Prado. Ahora, instalados en sus nuevos puestos, simplemente se han dedicado a ejercitar su costumbre. De defraudar a Hacienda un poco a hacerlo mucho, solo hay un paso y mucho arte. El de quienes están ahí con el voto de muchas personas. La corrupción no puede erradicarse cuando está tan extendida. Se debería empezar desde abajo, desde los votantes, los únicos con poder para dejar al pícaro en su sitio, en las novelas o en las películas de donde nunca debió salir.