THtay quien piensa que la lectura es una actividad exclusiva del verano, algo ligado a la holganza y la buena vida, como los espetos de sardinas y las sombrillas. El equipaje de playa o piscina consta de bolso grande, bronceador, toalla y libro, a ser posible prestado. El resto del año los libros no existen, salvo como un regalo de Navidad o cumpleaños que se va guardando hasta que llega julio. Entonces, sí se tiene tiempo para dedicarle unos minutitos a alguna página, más que nada para que las siestas no se hagan tan largas o para tener conversación en las cenas. Es que en invierno se me van los días, dicen, y no tengo ni un momento para la lectura. Y a mí me hace gracia esa excusa, sobre todo teniendo en cuenta que el libro es uno de los inventos más transportables. Lo puedes llevar a la cama, utilizarlo en el metro o en el autobús, entretener con él la espera del médico o la soledad de los hoteles, y abrirlo y cerrarlo sin necesidad de recargar baterías. No hay que actualizarlo ni conectarlo a la red cada equis tiempo. No se paga matrícula ni se exige compromiso de fidelidad, como los gimnasios. Puedes incorporarte cuando quieras y darte de baja cada día. Y además no caduca. Sus contenidos siempre son los mismos, incluso algunos llevan en vigor varios siglos. Lo único que cambia es la mente de quien se acerca a lo escrito. Por eso sonrío cuando alguien me pregunta por mis lecturas de verano, como si tuvieran que ser especiales. Son las mismas que las del invierno, o mejor dicho, son continuación. Que yo sepa, el calor solo reblandece los envoltorios de los libros, no las neuronas de los que eligen leerlos.