Ya sabemos que la cultura no vacuna contra la crueldad ni la erudición contra la necedad, pero es necesario recordarlo, como viene a hacer esta novela de Álvaro Pombo, 'La casa del reloj', excepcional como muchas de las suyas. Lo que tiene de excepción en el actual panorama literario es -o sigue siendo en Pombo- la rara aleación entra la hondura de los conflictos morales que plantea y su prosa soberbia, esa mezcolanza de registros, desde el filosófico o el lírico hasta el coloquial o desgarradamente vulgar, en la que lo sutil y lo grosero se interpenetran y fecundan. En la escritura de Pombo hay una cadencia, una danza sintáctica y léxica que convierte, en sí misma, la lectura en una experiencia gozosa. Pero ese estilo tan exclusivo, en el que se dirime la altura literaria de la novela, es solo una dimensión -indispensables, sí- de la obra, pero no la que a Pombo le obsesiona desde sus primeros relatos hace casi cuarenta años, que es el orden moral de las acciones humanas, esto es, de las decisiones que comprometen y desvían la vida de los otros.

En ese sentido, 'La casa del reloj' vuelve a ser una narración ejemplar que remonta el epicentro del conflicto a un pasado en el que sus principales actores, el matrimonio enfermizo de Alfonso y Matilde, estuvieron trabados en la inmisericorde penitencia que él le impuso a ella por su infidelidad.

Como el reloj de la casa familiar, parado en unas 12 eternas, Alfonso detuvo la vida de los dos en aquel acto e inauguró un presente invariable encharcado de rencor y saña. Que decidiera nombrar heredero de su fortuna y de la casa a su chófer, Juan Caller, no fue más que el último acto de su drama de venganza, tramado por él como escritor que era. Caller es, así, el personaje en el que se anudan todos los hilos (algunos de raíz folletinesca pero muy efectivos), el sorprendido heredero que irá descorriendo los velos de una historia perturbadora e irritante, la de una rigidez de principios transformada en absceso moral.

Caller habrá de asumir, a despecho de su condición de beneficiario, la responsabilidad de la justicia y, de algún modo, obligar a que el reloj que lleva años marcando la misma hora eche a andar. Si alguien olvida qué es capaz de proporcionar la gran literatura, que lea a Álvaro Pombo.