Dios creó a la mujer en 1955 en un pueblecito de pescadores de la Costa Azul llamado Saint Tropez y el mundo convirtió ese lugar en símbolo del glamour. La mujer era menuda, tenía los cabellos del color del trigo y una de esas miradas felinas que encandilan a los cuerdos y a los chiflados. Se llamaba Brigitte Bardot, o BB para los mitómanos, y dicen, para quien esté interesado, que sigue viviendo allí, abandonada por Dios y por los que un día la idolatraron. Han pasado muchos años, y aunque Saint Tropez sigue siendo una referencia, con sus yates y sus damas ancladas en el Vieux Port, ha perdido el oropel de los cincuenta y sesenta a favor de otros lugares de una Costa Azul que desde mucho antes que BB caldeara a sus pescadores ha sabido venderse al mundo como un rincón en el que es posible bañarse en Roeder Cristal.

Desde Saint Tropez a Menton, el litoral bautizado como Costa Azul por sus aguas añiles ha sido durante siglos un imán para artistas de todo pelaje y ricos sin temor a serlo. Si las estrellas son ahora las del cine, en otro tiempo lo fueron escritores, pintores, millonarios y otras gentes de mala vida. Es el poder del celuloide. Desde que se creó el Festival International de Cinéma en 1939, Cannes y su famoso paseo de la Croissette se han convertido en la mayor pasarela del mundo en la que hombres y mujeres muestran su mejor perfil a la búsqueda de un flas, un instante de fama que les iguale a la gran Coco Chanel. Cuenta la leyenda que el verano de 1923 la diseñadora tuvo un descuido en la playa y volvió a París con la piel torrefacta, distracción que fue considerada por sus devotos como una tendencia de la moda.

Cannes y la Costa Azul son una leyenda viviente. Los culpables son los famosos que buscaron en los pueblos un lugar de remanso para su hiperactividad. En Vallauris, Picasso descubrió su amor por la cerámica e, instalado en el Chateau, pintó los murales de La guerra y la paz . Y por Mougins, el pueblo favorito de las celebridades hartas de la plebe que visita Cannes, pasearon Man Ray, Paul Eluard y Jean Cocteau, abriendo camino a René Clair, Isadora Duncan y Christian Dior y, más tarde, a los potentados ansiosos por encontrar mesa en el restaurante Le Moulin de Mougins. Quizá el secreto del hechizo esté en el perfume que emana el cercano pueblo de Grasse, la vielle ville de la perfumería, que desde que esa miscelánea de Margaret Tatcher y Victoria Beckham del XVI llamada Catalina de Medicis la convirtiera en suelo más fértil de Francia en el que cultivar flores con las que hacer el enfleurage , se ha convertido en la Casa Gran de la perfumería. Con pijos o sin ellos, con ricos o pobres, con gente honrada o ladrones, la Costa Azul tiene mucho encanto y buena muestra son los pueblos de Vence y Saint Paul du Vence. Tras la primera guerra mundial, Matisse, Picasso, Braque y Chagall, enterrado allí, encabezaron un elenco de pintores que escogieron la luz de Saint Paul para pintar el mundo. Las huellas de su paso están en el restaurante La Colombe, antiguo albergue donde dormían y que tiene las paredes forradas con los cuadros con los que los pagaban su estancia, y en la Fondation Maeght, impresionante colección de arte moderno y contemporáneo creada por Marguerite y Aimée Maeght y emplazada en un edificio de José Luis Sert.

El mar como promesa

A la Costa Azul le debemos grandes obras. El hombre siempre ve el mar como la promesa de la huida, y si no, que se lo pregunten a Graham Greene, quien compró un barco y vivió en el puerto de Antibes con el espíritu, aunque cristiano, de un corsario. Desde ese puerto se ve el castillo Grimaldi, fortaleza cedida a Picasso en los cuarenta y en el que el artista realizó un centenar de obras dedicadas a su nuevo amor Françoise Gillot.

Muy cerca de esa pasión pictórica, en el H´tel du Cap, en Cap d´Antibes, inmortalizado por Scott Fitzgerald en Tierna es la noche , nació el summer season para hoteles de lujo gracias al matrimonio Murphy, el cual, desembolsó una cuantiosa cantidad para que el albergue permaneciera abierto en verano. Tras ese despilfarro, la alcurnia cultural y económica americana descubrió el placer de tomar el sol y celebrar fiestas hasta las tantas aprovechado los cálidos vientos marinos. Con Dorothy Parker, Hemingway y Fitzgerald como abanderados, era impensable que la moda no se extendiera y en poco tiempo, la aristocracia global quiso tostar sus posaderas en alguna de las 48 playas de Antibes. Con tal popularidad, no sorprende que el festival de jazz de Juan-Les Pins inaugurara en 1960 con Amstrong y Ellington como cabezas de cartel.

Pero el tiempo ha hecho estragos y la imagen que sobrevive de la Costa Azul es, lamentablemente, la de Mónaco y sus príncipes solidarios rodeados de trapecistas, domadores y números uno de cualquier ranking .

Para llegar a ellos debemos ir por una de las tres corniches , tres carreteras que conectan las villas de las escarpadas laderas y que han servido de decorado para que el ladrón Cary Grant persiguiera a la ladrona Grace Kelly.

Es una lástima que la melena rubia de la princesa oscureciera a la mismísima Niza. Tras haber pertenecido a la casa Saboya hasta el Tratado de Turín de 1860, el estilo italiano de la villa la convirtió en uno de los lugares veraniegos.de culto. En especial su Promenade des Anglais, paseo marítimo que fascinó a Dumas, Flaubert, Hugo y Stendhal, y, un siglo más tarde, a los chorizos.

Cuánta razón tenía Simone Signoret cuando dijo que la nostalgia ya no es lo que era. Del viejo esplendor de Niza queda el Hotel Negresco, el casino Palais Mediterranée, la iglesia Ortodoxa Russa de St. Nicolás y el Musée Matisse, una villa del siglo XVII en la que vivió el pintor hasta su muerte, feudo imprescindible para entender la idiosincrasia del siglo XX.

De guante blanco

Si lo que apetece es visitar Montecarlo, lo mejor es estar forrado. En Mónaco, quien no puede asistir al Baile de la Rosa es un paria. Es muy probable que el primer café en el Principado ya nos deje sin blanca, pero si el responsable de nuestra ruina es un mal día en el casino, siempre podemos escondernos en la Galería de los Espejos del palacio de los Grimaldi o huir por las tres corniches e ir a Menton, la villa más italiana de la C´te d´Azur.

A vista de pájaro, es importante tener en cuenta que la Costa Azul no es un lugar para los carteristas. En todo caso, en la zona solo son bien recibidos los ladrones de guante blanco.