TEtn su imparable descenso al vacío, la Iglesia Católica ha puesto el grito en el cielo (la imagen es doble: en términos religiosos el cielo es ya una metáfora) ante las altas cifras de divorcios que dan las últimas estadísticas. El Clero y sus representantes, amparados en lo que Benedicto XVI ha dicho o ha dejado de decir, preconizan que algún día la sociedad pagará el suicidio colectivo que supone el divorcio exprés (sic). No se atreven a contarnos si lo pagaremos en un Auto de Fe o directamente en las llamas del infierno.

O sea que para algunos el matrimonio, ese acuerdo de convivencia consensuado entre dos personas que se quieren, es una bendición divina, mientras que el divorcio, acuerdo de desconvivencia entre dos personas que han dejado de quererse, es un suicidio. Por suerte en España --y en muchos otros países-- empieza a verse el divorcio con la misma indulgencia con que se ve el matrimonio; al fin y al cabo son dos caras de la misma moneda. Ya lo decía Woody Allen : "La mayor causa del divorcio es el matrimonio".

Nos recuerdan que el divorcio es un trance doloroso. Efectivamente, pero siempre será menos doloroso un buen divorcio-exprés que un mal casamiento eterno. Nada teme más la Iglesia Católica (y cualquier Iglesia) que el libre albedrío del ciudadano, porque si este es libre de actuar por sí mismo, ¿qué papel le queda a ella? Bien mirado, podría hacer el digno papel de socorrer a los más indefensos, que son muchos.

Los amantes de la libertad, tan imperfecta y cruel a veces, no necesitamos el adoctrinamiento eclesial para errar nuestros pasos: hemos aprendido a hacerlo sin ayuda de nadie.