TNto me gustan los libros de los hipermercados. Están allí, desangelados, envueltos en sus plásticos, con el color artificial de las verduras fuera de temporada. Me dan grima, han pasado por la misma cinta que los lenguados congelados y tienen su misma cara triste. En cambio, me encantan las librerías. Son cálidas, huelen a papel y tinta, parecen salidas del pasado. Puedes hojear sin prisas, recibir y ofrecer sugerencias, encontrar lo que nunca encontrarías bajo la luz mortecina de los fluorescentes.

Por eso, cuando leo que han cerrado la librería Boxoyo, siento que vamos quedando menos. Qué difícil es resistir ante la avalancha, qué difícil se lo ponemos entre todos a los libreros.

Boxoyo vendía libros de viejo, mapas, obras de autores extremeños, en fin, nada que ver con ofertas de temporada. Además no cierra por falta de clientes o por aburrimiento, sino por imposición legal, como medida cautelar por el peso de los libros, dicen. Estoy lejos de sufrir la funesta manía tan española de enmendar la plana a la justicia o de quitar cautela donde los expertos opinen que deba haberla, pero digo yo que los libros seguirán pesando en los estantes y más aún si no se venden, y es que la lógica parece reñida a veces con estas marañas legales. Para que luego digan que el saber no ocupa lugar. El caso es que para algunos, la palabra escrita siempre ha sido un problema, y siempre ha pesado demasiado.

El dueño tiene ojos de hombre bueno, y no parece haber cometido más delito que atreverse a levantar una librería hermosísima en la parte antigua de Cáceres, entre el botellón y la barbarie. Ojalá vuelva a abrirse.