TMte gusta la feria del libro. Me encanta. Cualquiera de ellas. Huele a primavera y el aire está cargado de pelusillas blancas que se meten por la nariz y hacen estornudar. Han sacado ya las terrazas y uno puede quedarse a la sombra de las muchachas en flor o de los muchachos, que en este caso es lo mismo.

Y de pronto, crecen en mitad de los parques los libros, rompiendo una continuidad de columpios y paseos. Y detrás de los libros, los libreros, raza a extinguir, por desgracia, gente que se gana la vida vendiendo lo que otros escriben, dando a conocer a autores noveles, recomendando lecturas. Qué arcaico todo. Qué anacrónico, en la era de lo efímero, de las videoconsolas, de los móviles con cámara para grabar estulticias. Pero qué hermoso. Sacan su mercancía a la calle, la airean. Colocan con mimo los volúmenes, dejan que los hojeemos, saludan amables, comparten con nosotros novedades.

Hay que levantarse ya de la mesa camilla. Ha pasado el invierno y las ciudades se llenan de libros y de libreros. Pásense por la feria, por cualquiera de ellas, hojeen, compren algo, escuchen el rumor suave de las páginas que nos trae el sonido de mares lejanos. Déjense acunar por las letras. Y sonrían a los libreros. Son una raza digna de elogio, que resiste en sus casetas los envites de los bárbaros. Venden objetos que funcionan sin mando, que no graban, que no contienen más que pensamientos. Que incitan a reflexionar. Que nos hacen conocer otros mundos.

No sé por qué las autoridades sanitarias no les obligan a advertir de que las casetas contienen mercancías perjudiciales para la salud. Y tan inflamables. Qué peligro.