TAtcaso fuese la mojadura que cogimos allá en la plaza del Rossío lisboeta, pero al día siguiente, y ya en casa, se desencadenó el catarro de los mil demonios. Y como el que sí y el que no, y con cierta precaución ante una recaída, suspendimos la jornada de caza, allá en aquellos pagos en los que, con los paisanos de la Sociedad Local, esperamos la llegada de la zorra o del jabalí, caso de batida autorizada.

Total, un domingo más en la ciudad, estornudando aún y con los huesos atormentados por el constipado reciente. Un día más sin poder acercarnos a esa efímera felicidad de la que hablaba don José Ortega en su famoso prólogo.

¿Qué qué digo? Que, sin duda, de lo que se trata es de dominar al animal silvestre, o salvaje, y la forma de volver a ser el hombre primitivo que fuimos es atraparlo y tenerlo. Tal los tiempos y las cosas, hoy la caza es lo que más nos acerca a esa felicidad que procura la medición del instinto propio frente al del otro, al de la pieza o la res.

XCOMO NOx nos hemos sentido solos en medio del monte esperando el lance ni viviéndolo, hemos paseado la saudade por la triste ciudad dominguera que, como espectral, parece abandonada por todos.

Hemos recurrido al viejo arte maravilloso del cine, que ya se nos estaba olvidando. Magia de la sala oscura y la gran pantalla, con un espectáculo sublime: la película de Alejandro G. Iñárritu y Leonardo di Caprio . Sencillamente magnífica.

Luego, en la ciudad, con las luces ya de la noche, la caricia en el rostro de una suave y ligera llovizna. Paciencia.