THtay dos cosas que no le deseo ni a mi peor enemigo: verse en una octava planta rodeado de fuego y en la batalla interna de un partido por las listas electorales. En ambas situaciones es difícil no salir chamuscado. Mientras en Estados Unidos llevamos meses viendo debates televisados entre los precandidatos de cada partido, aquí las papeletas electorales nos las dan confeccionadas, ordenadas y elegidas por un líder --sea carismático o no-- que resumirá todo el discurso de la democracia interna en una decisión unipersonal. En ocasiones ocurre que quien más apoyos tiene dentro de un partido no es el mejor candidato para ganar unas elecciones. Es lo que le puede pasar a los demócratas norteamericanos, que pueden estar muy ilusionados con Obama aunque sea Hillary la que tal vez tenga más posibilidades frente a un contrincante republicano. Gallardón tenía un problema parecido: era más valorado fuera de su partido que entre sus correligionarios y tenía una mayor capacidad para captar el voto de centro. Lo que en toda lógica deberían ser virtudes, se convierten en lastre en la lucha interna ante los planteamientos integristas, alentados desde la emisora episcopal, de Acebes o Esperanza Aguirre . Es entonces cuando Rajoy se decanta por asegurarse una victoria en la batalla interna y afianzar el voto militante de los ultraconservadores, aunque sea a costa de unos miles de votos de centristas moderados. Lo peor de todo esto es que hemos dado por sentado que la democracia interna de los partidos ha muerto y que jamás habrá otro Borrell que gane unas primarias al aparato del partido. Al final las listas van a ser muy tontas.