Principalmente, me dejo barba para dar un poco de miedo y para esconder las kokotxas en épocas de bonanza corporal. Generalmente me ha gustado más ir mal afeitado que llevar barba. Bueno, más que mal afeitado, ir con barba de cinco o seis días. Antes, como no había las fabulosas máquinas que hay ahora, a los seis días te tenías que afeitar del todo y esperar una semana para tener lo que tu considerabas tu imagen perfecta, que solo duraba una noche o dos y que intentabas hacer cuadrar con el fin de semana.

Ahora que ya se puede llevar barba de cinco o seis días de forma continuada, me he pasado a la barba de ogro.

Desde luego, si tienes una señora barba, la tienes que llevar asilvestrada. Una barba cerrada y arregladita es la cosa más moña que conozco. Es como si el yeti se hiciera la manicura. Es cursi y hortera.

Las perillas, que no quedan bien a cualquiera, son las únicas barbas a las que, para mi gusto, les cuela un arreglito. Pero eso de arreglarse el cuello, dejárselo limpio, y que la barbita de geyperman empiece a nacer en la mandíbula da mucho mal rollo. Es de vendedor de perfumes de medio pelo, de preparador personal de estrellas en decadencia o de cantante de orquesta de boda y del novio de esa boda. También se arreglan la barba unos cuantos elegantes, a los que por arte de magia les queda bien. Pero son los menos.

Luego hay barbapatillas, perillapómulos, patillabigotemosca y un montón de variantes. Es un juego divertido, y hay muchas propuestas que molan, pero siempre si hay cierto descuido y neandertalismo en ellas. El recortadito al milímetro, las patillitas como pintadas y las cejas de Estrellita Castro no me van.

Las barbas, más o menos largas, que ocupen esta o aquella zona del careto, pero salvajes. Yo reivindico el barbuz, también como tributo a nuestros orígenes y como símbolo antimetrosexual. Y sobre todas las chorradas que he dicho, la llevo porque me da la gana. Porque hay temporadas en las que te ves mejor así, y además tienes la posibilidad de refundarte cada vez que le metes la tijera o la máquina. Siendo importante, eso sí, lo que contaba de las kokotxas: cuando uno está gordete, viene de perlas una barba que tape los papos y estilice tu cara de huevo duro.

De joven, la imagen de los barbudos de la revolución cubana molaba, pero la imagen de los barbudos de izquierdas de la transición española no molaba. Las barbas con que dibujaban a los vascones o a las tribus oprimidas por los distintos imperios, molaban. Pero las barbas de la generación hippy no molaban nada. Las barbas de los científicos de finales del XIX molaban muchísimo, pero las de los escritores e intelectuales de principios del XX no molaban. Sí a la barba de los ogros y de los brujos. No a las barbas afeminadas de los reyes y de los príncipes.

No a la barba de Rajoy y tampoco a la de Rubalcaba. Sí a la de Rasputín y a la del Che Guevara.

Y por supuesto, sí a mi barba. Mikel Urmeneta.