Era rubio. Andaba de maletilla, con los trastos y los sueños al hombro, haciendo de tapia por los tentaderos de Salamanca. Lejos de sus padres, de su tierra. Batallando. Y viviendo. Era joven, tenía un dos caballos donde dormir (y lo otro) y una vida por delante.

Loren nació en Francia. En Paris, en un meandro del Sena, junto al Bosque de Bolonia. Demasiado al norte para que el toro le picara. Pero quiso Dios, supremo hacedor de todos los destinos, que sus padres veranearan en Salou. Eran los últimos sesenta. Sol, sangría y, por julio, San Fermín. Aquel niño, muy niño, se topó con los encierros, con el toro. Jugaba al encierro con unos niños de Pamplona. En Salou, a orillas del mar del Minotauro. Cataluña era por entonces un país libre, al menos, para organizar y acudir a corridas de toros. Un cartel de Ruano Llopis sobre una pared encalada. Un día cambió la playa y los flotadores por los tendidos y los capotes. Y se obró el deslumbramiento. Y ese día fue el primero de su propia vida.

Loren soñaba con trajes de luces. Una tarde de puerta grande le robó un macho a Paco Alcalde. El tesoro acabó en París. Lo colocó debajo de su almohada. Aquel macho del traje de Paco Alcalde le aromaba el sueño. Cada noche. Noche tras noche. Un macho y un pedacito de piel de toro. Dos tesoros. Juntos, el héroe y el dios. El Minotauro.

Loren, con catorce años, en 1974, pasó un verano en la escuela taurina de Arles. Sus padres, como todos los padres ajenos al planeta toro, pensaron que la picadura no sería de por vida. Pero en Fontvieille, en la Camarga, Loren toreó su primera vaca, una vaca vieja, y el destino se le puso en pie. En pie a cada bufido.

En 1978, con dieciocho años, entró en la Escuela Taurina de Madrid. Allí conoció a otros jóvenes embarcados en la misma aventura: Fundi, Yiyo, Joselito,… Allí comenzó la picaresca, el salto de mata y la vida a borbotones. De Francia se trajo un viejo dos caballos que acabó desparramándose entre cercados de bravo. De noche y de día. A la luz de la luna. Desnudo. Joven. Y bello. Dehesas salmantinas.

En los carteles se anunciaba como el Rubio de París. Ya vestía de luces. Ya era torero. Becerrista sí, pero torero también. Envuelto en la bohemia de las talanqueras. Lejos de Montmartre, cerca de los pitones. Quizá demasiado cerca. Quizá el miedo.

Así que aquel mozalbete, aquel novillero en ciernes, aquel muchacho que pintaba, acabó en la calle Sierpes de Sevilla tratando de vender sus dibujos de toros y toreros. Los colocaba ordenadamente sobre su capote. Sevilla. La feria. El azahar. Y un muchacho de París que pinta. Bien. Muy bien. Pero nadie le pregunta por los dibujos; los turistas solo se interesan por el capote. Le preguntan cuánto vale. Loren, irritado, responde siempre, ¡ese no se vende!

Hoy, Loren Pallatier, es un artista consagrado. Sus obras cuelgan en las casas de los aficionados al arte. Hará unos días, Loren y yo, coincidimos en unas charlas taurinas. Loren tiene el aire de la buena gente. Cenamos. Bebimos. Y se dejó llevar. Hablamos de toros. Del Minotauro. De las sesenta horas que pasó encerrado en un chiquero oscuro con un cebada gago. Aquel dios soberano se llamaba «Marisquero». Fue en Vic-Fezensac. Mitad hombre, mitad toro. Luego quiso torearlo, pero las autoridades sanitarias, al amparo de la normativa sobre la lengua azul, con el rigor despiadado de la burocracia, decretaron su muerte. Tres tiros aguardaban a «Marisquero». ¡Ningún toro bravo debería morir así!

Me gustan sus obras. Una de las más bellas está en casa de Nicolas Sarkozy. Pero a Loren no le gusta mezclar toros y política. Los ojos se le iluminan cuando dice que en Francia, los alcaldes, de la extrema izquierda a la extrema derecha, defienden la tauromaquia por igual. Y en eso pienso yo, en lo mucho que tenemos que aprender de Francia. De la sabiduría de los aficionados franceses. Del respeto con que se oficia allí el rito. De la hondura de su afición.

En 2013, Loren decoró la plaza de Cáceres para la goyesca. Fandiño, acartelado aquel día con Ferrera, ya no está entre los vivos. Murió en Francia, toreando. Lo mató un toro bravo. Lo colgó de las astas y de la Historia. Luego vino la picassiana de Málaga. De París a Málaga, el camino inverso al de Picasso. Y Bogotá. La otra orilla del Minotauro. Y el cartel de Pamplona del 18. Y vuelta al primer encierro.

Loren, ya Lorenzo, el pelo blanco, níveo a sus casi sesenta años, crea con trajes de torero. Los corta, los pega. También con tablones de burladero. Los soba, los entiende, les oye cuando hablan. Y con todo eso crea. Porque han vivido. Porque el toro ha jugado con ellos. Loren ha jugado con el toro como si de aquel saltador minoico del Museo Británico se tratara. Pero, a los postres, al calor de un último trago de vino, emocionado, repitió para quien quisiera oírle, pero aún más para sí mismo, que hubiera cambiado diez vidas de pintor por una sola de matador de toros.