Otoño es una estación maldita. No estamos hablando de lirismos, bajadas de ánimo, comienzos de curso o la poca intensidad de la luz. Tampoco vamos a tratar azules crepusculares y tardes breves de lluvia. Nada de asuntos etéreos y hojas caducas. Hablamos de lo contrario, de lo contundente, o sea, de esa lorza que no va a caer del árbol para alfombrar la tierra y que está hecha de todos los excesos del verano. Aún no es época de abrigos, ni siquiera de capas de tuno que tapen los volúmenes, y paseamos airosos, sin respirar apenas, rojos de encoger barriga. Buscamos mil razones para adelgazar y nos surge un millón, la salud, la belleza... pero en cuanto nos descuidemos, aparecerán los dulces otoñales. Hay quien engorda del aire y metabolismos que cambian, quien solo se alimenta de disgustos y quien no sabe por qué crece a lo ancho. Luego estamos los que conocemos a rajatabla nuestras debilidades, aunque no seamos capaces de atajarlas del mismo modo que las conocemos. De este mes no pasa, decimos, pero llegarán las castañas asadas, el olor de los churros calentitos, los huesos de santo, las floretas, y se nos va abriendo un vacío que ni la ensalada más imaginativa puede llenar. Un puerro no puede mojarse en el café y las zanahorias suenan a hueco en el estómago. Los dulces artesanales y los frutos secos son más saludables que los refrescos azucarados y la bollería industrial, y mucho más que cualquier producto de comida rápida. Asar castañas, amasar la pasta de los huesillos o machar nueces no puede ser malo. Qué le vamos a hacer si es de los pocos placeres que aún quedan sin etiqueta del Ministerio de Sanidad.