THte visto la recepción de las Cortes al rey en la pantalla de una televisión del metro. ¿A quién representan estos políticos que reciben al rey con un aplauso de diez minutos? Desde luego no a alguien de los que están en este vagón, hombres y mujeres a los que aún refulge en los ojos la triste fosforescencia de un madrugón obrero. Aplauden porque no pueden directamente lamerle las espaldas. Pero no son palmas, son grilletes con los que nos amarran al continuismo, a la tradición más rancia. Son los aplausos incondicionales del súbdito, reverencia convertida en carne de vasallo, no la ovación agradecida del ciudadano hacia un dirigente ejemplar elegido por voluntad común.

Si pudiera, desconectaría el televisor, me bajaría en marcha de este tren. Me abochorna el espectáculo de esos señores de vida regalada aplaudiendo a un señor que no ha trabajado en cien generaciones poniéndose frente a un micro para hablarnos de la crisis y de lo duro que va a ser el año que entra. Para dura sus caras.

Ya ni siquiera hay inmigrantes en el vagón. A las siete de la mañana solo te cruzas con obreros como náufragos que va vomitando la crisis hacia esta punta del amanecer. Si el aire tuviera vergüenza silenciaría esos aplausos de la tele. De repente, una mujer, joven aún, casi linda, se coloca junto a la puerta y suelta su cantinela: no pido por vicio, sino por necesidad. Arrecian los aplausos en las Cortes. En el vagón echamos la vista al suelo esquivando los ojos de cierva de esa muchacha que pide. No soy drogadicta, pero hace semanas que vivo en la calle. Aquí y allá se abren unos monederos. La compasión convierte las lágrimas en calderilla. El tren se detiene. Se abre la puerta y huyo. En la tele, sus Señorías, ajenos al mundo subterráneo, echan fuego por las palmas.