En los últimos tiempos me he aficionado a una serie de televisión con la pasión propia de la infancia. Se da la paradoja de que durante las primeras cuatro temporadas evité ver un solo capítulo porque mis prejuicios me hacían pensar que se trataba de un producto de mercadotecnia a la americana basado en la multiculturalidad y la corrección política, en definitiva: una exhibición de modelos de alta costura venidos a menos. Pero aun admitiendo que en efecto la serie pueda tener algo de spot publicitario a lo Benetton, Lost --porque a ella me refiero-- es mucho más que eso.

No tendría sentido presentarla a sus muchos seguidores, pero para quienes han escuchado vagamente hablar de ella diré que es la recreación del día a día de decenas de pasajeros que han sobrevivido a un accidente de aviación. Los hechos suceden en una isla desierta que, por exigencias del guión, resulta estar más saturada que el camarote de los Hermanos Marx. Es precisamente el guión, pese a sus excesos, su mejor baza. Al contrario que la mayoría de las series televisivas actuales, que apuestan por una cadena de "luegos", Lost está articulada en emocionantes "por consiguientes" que operan con la técnica de atar un cabo y dejar sueltos otros dos.

Los supervivientes de Lost no difieren mucho del ciudadano medio. La gran diferencia es que ellos se saben supervivientes y nosotros nos creemos en tierra firme. Quizá por eso me resulta tan interesante la serie: su naufragio les obliga a plantearse ciertas dudas existenciales que el ciudadano de a pie, en un mecanismo de autodefensa, suele dejar aparcado en el atribulado baúl del subconsciente.