TAt partir de cierta hora, el reloj se precipita en un abismo de tiempos inciertos, la noche me emborracha con el néctar de lo intemporal, las páginas de los libros se suceden sin piedad y nada ordena el frenesí de mis ansias lectoras hasta que, allá por la madrugada plena, un pitido lejano me sitúa de nuevo en el mundo. Es el Lusitania Exprés que pasa por la estación de Cáceres: más discreto, más mullido que antaño, pero incapaz de sustraerse al vértigo agobiante del traqueteo. Esas noches de Lusitania son escasas, pero se repiten en mi insomnio desde que era un niño y me reconcilian con el paso del tiempo: los años se van, pero el tren a Lisboa permanece inmutable, recordándote dónde vives, qué hora es, cuánto te gusta el porvenir remoto de los expresos nocturnos, tan previsibles como un péndulo, tan inefables como un verso puro de Juan Ramón Jiménez.

El Lusitania Exprés es el tren de mis sueños profundos y mis noches más llenas. En Cáceres, vivieras donde vivieras, siempre había un silbido lejano que sonaba a las cuatro. Durante el día, el parque, la Montaña, las Carmelitas o la Cruz de los Caídos te prestaban la certeza imprescindible para reconocerte en lo doméstico, en lo de toda la vida. Y en la madrugada, cuando el sí es no es del duermevela te sumía en un sinvivir estremecido, bastaba el eco incesante del tren y su grito agudo para reconfortarte con lo cotidiano y mecerte en un vaivén ferroviario de seguridades: si pasa el Lusitania es que todo pervive. Inquietud: el AVE es muy práctico, ¿pero qué será de mis noches en vela?