Comunicar a la agente H 21 que vuelva a Francia y continúe allí su misión». H 21 no era otra que Mata Hari, que acató la orden que acabaría, no solo con su breve carrera como espía, sino también con su vida. Recibió el mensaje trampa en Madrid, donde su efímero trabajo como espía dio sus últimos coletazos.

Sus problemas habían empezado en agosto de 1916, en plena primera guerra mundial, cuando ya trabajaba oficialmente para el Servicio de Información alemán e hizo creer al comandante Ladoux, destacado miembro del espionaje galo, que podría obtener secretos del ato mando germano. Le pareció fácil doblar sus ingresos, pero la avaricia sería su perdición.

De inmediato, Ladoux la envió a un país neutral, España. Quería pillarla con las manos en la masa. Tenía sobradas sospechas de que era agente doble. El Deuxième Bureau, con ayuda del Secret Service inglés, había ido recopilando pruebas, pero faltaban las definitivas. En vistas de la escasa habilidad que aquella mujer había demostrado, decidieron dejarla libre para seguirle los pasos. Cazarla debería ser pan comido, pues conocían la clave con la que H 21 cifraba sus mensajes y, tras leer varios de ellos, estaban cada vez más convencidos de que se trataba de la holandesa.

Mata Hari partió hacia España el 29 de octubre y llegó a Madrid vía Gijón. Se hospedó en el Palace y pronto contactó con el coronel Denvignes, agregado militar de Francia que, como otros tantos, intentó cortejarla. También se vio con el mayor Von Kalle, agregado militar germano y jefe de facto de la embajada alemana.

En su empeño por obtener informes de ambas partes, entregó a Von Kalle un dosier con información y, a cambio, él le reveló un secreto: se preparaba el desembarco desde un submarino de oficiales alemanes y turcos en el Marruecos francés. Ipso facto, el alemán corrió a informar de que había estado con la agente H 21 y que esta había «fingido aceptar la oferta del servicio de información francés». «Ha recibido 5.000 francos en París a primeros de noviembre y pide ahora otros 10.000», aclaró. ¿Se trataba de informes falsos preparados por Ladoux para engañar al enemigo?

Fuera como fuese, la agente comunicó a París el desembarco en el norte de África, que los servicios galos ya conocían. Estaba claro que se trataba de una espía alemana. Solo había que esperar el momento adecuado.

Prueba definitiva

Ajeno al peligro que se cernía sobre ella, el servicio alemán le envió un telegrama cifrado con instrucciones: «Comunicar a la agente H 21 que vuelva a Francia y continúe allí su misión. Le llegará un cheque de 15.000 francos de Kraemer [el jefe del espionaje germano y su antiguo amante] sobre el Comptoir d’Escompte». Los franceses lo interceptaron y ya no les quedó ninguna duda: trabajaba para los alemanes.

Su suerte estaba echada. A esas alturas, pisar Francia equivalía a una muerte segura. Pero, ¿tenía alguna posibilidad de salvarse? Probablemente solo una, y se llamaba Emilio Junoy, un senador catalán al que había conocido un año antes, también en España. Dada su amistad, Junoy quiso advertirle de que un agente francés le había interrogado sobre su relación, asegurándole que era «hostil a la causa aliada». Le propuso huir junto a él a Barcelona.

Según Junoy, la bailarina convertida en agente secreta, famosa por encarnar la sensualidad y coleccionar amantes, llevaba por entonces una «vida austera»; tanto que se negó a que le presentase a personajes interesados en conocerla, algunos tan relevantes como el conde de Romanones, Francesc Cambó o Eduardo Dato. Ante el ultimátum de Junoy: «Hoy me marcho, ¿viene usted?», ella respondió: «Estoy esperando un telegrama de París; según lo que me diga, iré o no iré con usted». Dos horas más tarde recibía el anhelado telegrama instándole a que saliese con presteza para París. Y eso hizo. Mata Hari tenía ya el pasaje para el barco que zarpaba de Vigo el 2 de febrero de 1917, pero cambió de idea: tomaría un avión. Para entonces, ya estaba fijado el día de su detención: el 13 de ese mismo mes.

La noticia del apresamiento tuvo bastante eco en España. A una historia tan suculenta no podían faltarle ni rumores infundados ni supuestos culpables. El cabeza de turco fue el escritor Enrique Gómez Carrillo, quien de acuerdo con Ladoux y tras ganarse su amistad, la habría entregado sin miramientos. Hubo también quien acusó a la esposa del literato, la gran diva del momento, la aragonesa Raquel Meller, quien se habría vengado creyendo que la holandesa había seducido a su esposo. La pareja recibió menosprecios y calumnias por doquier. Tanto que Carrillo intentó defenderse escribiendo un libro: Le mystère de la vie et de la mort de Mata Hari. Aun así, largo tiempo después, muchos seguirían creyéndoles responsables de su ejecución.

Frivolidad

Al margen de habladurías y sinsentidos, España y los españoles se vieron envueltos de un modo u otro en el caso Mata Hari. Su historia causó revuelo en Madrid, pero mucho más que por sus más que cuestionables dotes de espía, por su frivolidad. Y se extendió por toda España, dividiendo las opiniones durante largo tiempo: unos la lloraban, otros la odiaban.

Mata Hari no fue el único agente de inteligencia por estos lares durante la primera guerra mundial. Ante el esfuerzo de Alfonso XIII por mantener el país al margen del conflicto, España se convirtió en el destino preferido del espionaje internacional. Fue la estrella en cuestiones de inteligencia, como lo sería Suiza en la segunda guerra mundial. Las potencias en conflicto intentaban poner al Gobierno de su parte y la flor y nata del país estaba dividida entre germanófilos y aliadófilos.

Fue en Madrid donde se urdieron las grandes maquinaciones europeas. Tantos agentes secretos pululaban por sus calles, que la gente llamaba espías a muchos de los extranjeros alojados en el Ritz o el Palace. El más famoso de todos fue sin duda Mata Hari, que tenía por entonces 40 años. Madrid marcó el principio de su fin. El resto de su historia es de sobras conocida: cárcel, interrogatorio, juicio y fusilamiento. Aquel 15 de octubre de 1917 en Vincennes nació el gran mito del espionaje. El trágico final de Mata Hari sirvió el drama en bandeja al cine y la literatura.

Se han olvidado los nombres de espléndidos estrategas y espías de la primera guerra mundial, pero no el apodo de la que fue bautizada como Margaretha-Geertruida Zelle. Y eso que, en realidad, no era tan guapa, ni tan buena bailarina, ni siquiera una espía mediocre. Su trayectoria fue breve, insignificante y desafortunada; espió muy poco y mal. En palabras del espiólogo español Domènec Pastor Petit, fue «la espía menos espía de cuantas deambularon por Europa en aquellos años trágicos de 1914-1918». Y, aun así, ha pasado injustificadamente a la historia como la más célebre de las espías.

LAURA MANZANERA es autora del libro ‘Mujeres espías’ (Debate)