Mohamed es uno de esos tipos que siempre parecen estar fuera de lugar, seguramente porque escapa a los clichés con los que se encasilla a la gente en una sociedad tan tribal como la israelí. Pertenece a la minoría árabe de Israel, a los llamados palestinos de 1948. Es musulmán e israelí a la vez. Hace años que dejó la Galilea para estudiar arquitectura en Jerusalén. Hoy, casi todos sus amigos son judíos. Está tan integrado que él también lo parece, hasta que pronuncia su nombre y se rompe el hechizo.

Mohamed es esencialmente un árabe asimilado. Habla hebreo mejor que muchos israelís, vive la misma vida bohemia que sus compañeros de facultad y viste con una excentricidad que difícilmente se permitiría en la Galilea. De hecho, es un personaje bastante funky. Lleva el pelo a lo afro, un bigote de antro del barrio chino, gorras de ante y pantalones de rapero.

Plenamente israelí

Mohamed se siente plenamente israelí y quiere seguir siéndolo. Nunca ha estado en Naplusa o Hebrón, ciudades que para él son de otro planeta, un planeta asociado al miedo. La idea del Estado palestino le deja frío. Y las hurís del paraíso no le interesan más que para recrearse en el onanismo. Pero Mohamed tiene un problema: su nombre. Desde hace unos meses busca un hueco en un piso de estudiantes. Ha hecho decenas de llamadas y el patrón es siempre el mismo. Todo va bien hasta que le preguntan el nombre. Entonces la química se rompe y vienen las excusas: que si el piso está lleno, que si se acaba de alquilar la habitación- Algunos son sinceros y le dicen que no quieren árabes en casa.

También son sinceros los empresarios israelís. Según una encuesta reciente, el 83% de los ciudadanos israelís prefiere no contratar a árabes. Mohamed ya ha sido rechazado en varios estudios de arquitectura como pasante, pero no desespera y se saca lo que puede pinchando en fiestas privadas y haciendo chapuzas. Siempre va pelado.

La policía tampoco le tiene demasiada estima. Arabe y excéntrico, le para a menudo y, aunque es hombre de ley, suele llevar alguna china en el bolsillo, por lo que ya le conocen en comisaría. "He vuelto a tener mala suerte", suele ser su muletilla. Más coraje le entra cuando piensa en el doble rasero aplicado a árabes y judíos.

Su excompañero de piso, un judío británico, se esfumó un día con su ordenador y varios meses de renta impagada. Mohamed lo denunció a la policía. "Estamos ocupados, llame en otro momento", le dijeron. Optó entonces por hacerle una visita a su viejo amigo. En la puerta lo tumbó de un puñetazo y recuperó su ordenador. Esa misma noche, Mohamed durmió en el calabozo, arrestado y con cara de tonto.

Hay días en que Mohamed quiere claudicar. Lo suele contar abrazado a una cerveza y con cara de perro abandonado. Sus amigos le evitan: atrae la mala suerte. Otros creen que miente para dar pena; al fin y al cabo, todos los árabes lo hacen. Entonces Mohamed se plantea dejar los estudios y volver a la Galilea, pero tiembla al pensar que tendrá que quitarse el bigote, dejar la vida bohemia y aguantar a la esposa que elija su madre. Solo quiere que le dejen vivir en paz. Al fin y al cabo, Mohamed no es más que un nombre.