TUtn vaso de agua fría en mitad de una noche de verano, con las sábanas empapadas por el sudor y las ventanas abiertas a un aire inexistente. Una cervecita fresca, a la una del mediodía del mes de agosto, rodeada de buenos amigos. El sabor amargo recorriendo la garganta, la mano sujetando el botellín helado. Eso es una maravilla, por ejemplo. Despertar sin prisa, dejando que el cuerpo se estire y los ojos se acostumbren. Desayunar lento, no tener que conducir, abrir un libro y dejar que pase la mañana. Disponer de tiempo libre, poder hacer una llamada sin agobios, vivir en un lugar que te permite ir andando a ver a todo el mundo. Otra maravilla, por ejemplo.

Estar viva, así de simple en los tiempos que corren. No vivir una guerra, no padecer daño alguno, disfrutar de esa capacidad tan humana de hacer planes a largo plazo como si fuéramos inmortales. Saber que los que queremos también están vivos. El beso inesperado de un hijo, los gestos largamente aprendidos que descubrimos en ellos de repente, su mano pequeña buscando la nuestra. Un buen libro, una película, el olor de la tierra después de la lluvia, las tormentas desde el balcón de casa, el sabor de un tomate de huerto con una pizca de sal, una cena al aire libre con el olor dulzón de la medianoche.

Eso sí que son maravillas del mundo. No las pirámides ni siquiera el Machu Picchu. Se puede vivir sin conocer los monumentos oficiales, pero no sin las particulares maravillas de cada uno. Esas que cada mañana nos hacen olvidar que acabaremos convertidos en polvo, exactamente igual que el Coliseo o el Taj Mahal, solo que unos siglos antes.