TLtos veranos traían su canción espantosa y su serpiente. Marbella crecía a la sombra de un tal Pepe , un tal Gil o un tal Julián para llenarse de Espartacos Santoni, Lolas Flores, Pantojas de colorín y príncipes o princesas de dudosa alcurnia, hasta que llegaron los jeques, más ricos y más horteras. Los otros españoles alucinaban con los chismes del Hola y querían parecerse a ellos. A eso lo llamaban glamour y uno andaba muy feliz pregonando por ahí las virtudes de ser español y de tener un marbella que llevarse a la boca cuando apretaban las calores, aunque fuera de lejos y en papel cuché, mientras se conformaba con la piscina del pueblo y el destape de la vecina. Se llevaba la cultura del toro y la muñeca de faralaes que venían a ser la marbella casera. Cambió la moda, ese mundo parecía desvanecerse, los famosos haciendo cárcel en verano en lugar de hacer marbella y las boutiques en decadencia añorando pantojas. Incluso desaparecieron los toritos de plástico y las castañuelas, arrumbados seguramente en el trastero, la casa vacía de marbellas. Hasta hoy. Dos mil diez arrastraba una malísima fama como el año del cénit del desempleo, el de la defenestración de la clase política, el de la desconfianza ciudadana, el del derrumbe de las instituciones, el del bárbaro recorte salarial, y, mira tú por dónde, vuelven las marbellas con él, de la mano de la más primera dama del mundo para redimirle. La alcaldesa le ha regalado un grabado para que Marbella "aporte su aspecto menos conocido como es su patrimonio y su relación con el ámbito cultural". Ya decía que el país estaba llenándose peligrosamente de toritos: no era solo la roja, era marbella lanzada a la renovación.