María, la madre que lleva tres días atrincherada en el consulado de Uruguay en Barcelona junto a su hija para evitar que los Mossos -en cumplimiento de un mandato judicial- le arrebaten a la menor para entregarla a su padre biológico, quiere creer que «este horror», tan increíble que parece «una película», todavía «puede acabar bien». Y mientras en el consulado de su país pasa horas que parecen días y días que parecen semanas, se pregunta: «¿Por qué quieren quitarme a mi hija?».

Familiares que están en contacto permanente detallan cómo viven madre e hija en el interior de la legación diplomática, en la cuarta planta de un edificio de la avenida Diagonal, mientras se resuelve el conflicto entre España y Uruguay.

Los trabajadores del consulado han acondicionado una habitación y han colocado dos camas. También han preparado un espacio para que la pequeña juegue, dibuje y se entretenga. En realidad, según las fuentes consultadas -cuya identidad piden que no sea revelada-, los empleados han hecho mucho más que eso: se han propuesto que la menor no se entere de la gravedad del asunto. Si tienen que hablar sobre el litigio, llaman a María, la madre, y cierran las puertas. Cuando se dirigen a la pequeña lo hacen «con sonrisas» y para soltarle «algún chiste». «No sabemos si en todos los consulados tratan así a sus ciudadanos, pero lo que está haciendo en el uruguayo por nosotros nos ha dejado sin palabras», subrayan desde la familia.

Para cuidar de madre e hija, los funcionarios de la legación han hecho dos grupos distintos que se van rotando para traerles comida: verdura, fruta y chocolate para la niña. En el piso también hay un baño con ducha y las dos hermanas de María, desplazadas desde Italia y Uruguay para ayudarla, han ido haciendo los viajes necesarios para que madre e hija estén aseadas. «No nos falta de nada», aseguran. El sábado por la tarde, uno de los trabajadores les cedió un ordenador para que pudieran ver una película. La niña eligió Alicia en el país de las maravillas.

El pasado martes, cuando María conoció la sentencia de la jueza de Viella (Lérida), le explicó a su hija que tendría que marcharse a vivir con su padre. Ese día fue duro para ambas. A partir de entonces, sin embargo, la menor trató de olvidarlo y la madre no volvió a sacar el tema. La orden especificaba que el viernes, tres días más tarde, la mujer tenía que dejar a la pequeña a las diez de la mañana en el consulado uruguayo. Para asegurarse de que lo hacía, la jueza ordenó a los Mossos que la custodiaran.

Madre e hija llegaron el viernes poco antes de las diez. Entraron en coche, acompañadas por las dos hermanas de María, y lo hicieron distrayendo con juegos a la pequeña. María sabía desde hacía pocas horas que existía la posibilidad de que el Gobierno uruguayo moviera ficha, aunque no tenía garantías de que así fuera, ni conocía en qué sentido lo haría. Pero al existir esa posibilidad, optó por no decirle nada a la niña. Cuando el cónsul le informó que no iba a cumplir con el mandato judicial porque «eso no estaba dentro de sus competencias» y que ambas podían quedarse en el consulado, María le contó a su hija que existía una posibilidad de que pudieran continuar juntas, pero que para lograrlo necesitarían preparar documentos en el interior de ese piso.