Vivimos una sociedad sin nombres. En una en la que hay pocos saludos al vecino y en la que a nadie parece importarle cómo se llamaba el otro ni quién ha hecho lo que comes ni lo que vistes. Nos acostumbramos sin saberlo -y quererlo- a la vida autómata. Despersonalizada. Lástima que haya sido una crisis sanitaria de una magnitud como la que atraviesa el mundo en este momento la que haya sacado relucir precisamente la importancia de ponerle cara a los demás. Hay balcones que se conocen en estos días, que se preguntan cómo han pasado la noche anterior y cómo se presenta otro día en el encierro. Si hasta aplauden al unísono. Hasta lo virtual se ha convertido en aliado para salvar distancias. Ha tenido que llegar el aislamiento para salir de él. Aunque parezca una paradoja esa imposición de lejanía ha conseguido justo lo contrario. Estar más cerca del otro y pensar como un conjunto, como un todo. Ahí, dentro de ese todo, más allá de la puerta, están Pepi Florencio, Loli Peña, María José Moreno y Manoli Martín. Cuatro nombres propios. Con apellidos y con mayúsculas, de las que valen por muchas.

Ellas, como tantas otras mujeres se han sumado a esa ola de conciencia y solidaridad y estas semanas conectan sus ánimos y esfuerzos para pensar en todos.

Todas son vecinas en el barrio del Gurugú en Badajoz y ocupan sus horas en pensar en los demás. Pertenecen a una cooperativa que se llama Alcanzando sueños y dando razón a ese nombre, alcanzan el suyo, ayudar de la mejor manera que pueden hacer. Como todas dominan el oficio de la costura, se han organizado para confeccionar un bien escaso y necesario: mascarillas para proteger a los que tienen más riesgo de contagiarse el virus. Lo hacen con lo que tienen. Las hay de colores lisos o de estampados floreados. En días han repartido 270 mascarillas que han llegado al polideportivo Las Palmeras donde se ha habilitado un albergue improvisado para los sintecho o al centro de salud del barrio para los pacientes que llegan. «Hoy han venido a recoger algunas para las personas de una residencia de mayores», anota a este diario Manoli Martín, una de las participantes. A sus 74 años, no recuerda haber vivido nada igual. Es su manera de sobrellevar la cuarentena. «De no entrar en casa a no salir, es una sensación es muy extraña», reconoce. Lo que «peor» lleva, dice, es no poder ver a sus nietos. «Y darles un achuchoncino». Así, entre las videollamadas a la familia y la costura solidaria, entretiene los días del confinamiento.

Funcionan como una cadena. «Unas cortamos, otras cosen y así vamos haciendo», expone. «Empezaron María José y Pepi, yo corto porque tengo las telas y a mí se me da muy bien cortar, el hermano de María José me las trae y Loli y otras vecinas del Gurugú las montan y las cosen. Los materiales se los ceden. «Unos amigos que tienen una tienda que ahora está cerrada nos han proporcionado las gomas y otros amigos nos han traído fundas de la ropa, telas que tenían en casa, y hasta sábanas», añade. Las medidas, siempre las mismas, 23 por 19 centímetros de ancho, y el propósito, que sean resistentes y que se puedan lavar y reutilizar. Confiesa que lo ideal sería poder trabajar en la cooperativa porque avanzarían más rápido, pero las circunstancias tampoco impiden que se hayan organizado minuciosamente para que cada una se encargue de una tarea. Entre todas, han tejido una red de solidaridad «muy linda» que no quiere olvidarse de nadie. «Aquí colaboramos todos». Todos con su nombre.