TCtuando un mastuerzo sacude una patada sobre la cara de una ecuatoriana o sale a la calle a quebrarle las piernas a un negro o a un marica, no solo pone en movimiento esa unigénica neurona que le tocó en suerte sino que provoca una reacción en el resto de la sociedad que consiste en exclamar que España es un país de miserables racistas. Y la cosa no queda ahí: como el mal humor sigue siempre una línea ascendente, ponemos el grito en el cielo hasta afirmar que toda Europa es un monstruo de barbarie y xenofobia, y eso es sencillamente un disparate. Europa es mucho más que un corral de mastuerzos. Cualquiera que haya salido un poco por el mundo sabrá que en ningún sitio son mirados con buenos ojos los extraños. Debe ser que la raza humana es miedosa y egoísta, pero sería injusto decir que los blancos son más racistas que los negros, que los gitanos lo son menos que los payos, que los judíos son más misericordiosos que los alemanes o que los chinos más listos que los africanos. Estamos cortados por el mismo rasero. El sometimiento de los muchos a unos pocos es lo único constante en la historia de la humanidad. Memoria histórica se le llama al invento. Y, sin embargo, no conviene olvidar que es Europa la que ha propiciado que todo eso cambie. Entre otras cosas, dimos al mundo la Declaración de los Derechos Humanos, que no es moco de pavo. Por aquí vivimos en relativa armonía y, cuando un cafre comete un delito, se le castiga. No en todos sitios pueden decir lo mismo. Sería una terrible torpeza fomentar nuestra propia leyenda negra. No vaya a ser que, a fuerza de repetir lo contrario, los mastuerzos de dentro y los de fuera crean que la razón es suya.