Cuentan que un joven, muy joven, novillero, en su debut en Madrid, esperaba que llegara el momento del paseíllo en el patio de cuadrillas cuando su padre le preguntó: "¿Cómo va eso?". El novillero, muy nervioso, le respondió: "Superior, muy bien. Por cierto, ¿ha visto usted por aquí a mi padre?". La anécdota podría ser divertida si estos días un menor de edad no hubiera estado a dos centímetros de morir corneado en el corazón, si no se hubiera marchado a México para hacer algo que está prohibido en España, si su padre no estuviera sancionado dos veces por la Administración regional por saltarse esa ley... A mí, por lo menos, no me hace ni pizca de gracia que el mundo del toreo no condene unánimemente este tipo de prácticas, y lo que es peor, que en la mayoría de los casos las aplauda con argumentos de hombría y amor por los toros. Hay cosas en las que me pierdo. Estamos en una sociedad que vigila la escolarización de sus menores, que no les deja trabajar, que se cabrea soberanamente cuando son espectadores de un cabaret en el que se dice minga y dominga y que asiste sin inmutarse a una corrida de toros en la que participa un niño. Aseguraba en una entrevista el matador extremeño Ferrera que la meta del torero es la búsqueda del toreo, "aunque en ello pueda perderse todo, hasta la vida". Mientras que los compañeros de Jairo estaban en el colegio, él le decía a su padre camino de la enfermería que se estaba muriendo. Ningún espectáculo merece la vida y menos la de un niño. Deseo con todo mi corazón que Jairo se recupere y, más aún, que cumpla su sueño de ser figura del toreo. Pero que sea dentro de unos años. Y puestos a pedir, también me gustaría que el mundo del toreo se haga mayor de edad.