Era un hombre bueno, muy bueno. Y seguirá siéndolo. Así lo afirmó ayer su viuda, Anne Perry, en un emotivo mensaje de despedida: "Para mí, mi esposo no se ha marchado, sino que vive en cada rincón de Anantapur y en cada parte del trabajo de nuestras aldeas". Que son muchas aldeas, 1.800 en la paupérrima India meridional (donde llegó en 1952). A Vicente Ferrer, cooperante, exjesuita, barcelonés, pobre entre los pobres, rico en su humanidad, generoso en su vida, ya le llovían elogios antes de morir, multiplicados ahora con el pesar por la pérdida.

El cuerpo de Ferrer no será incinerado, pese a haber vivido durante 56 años de cerca esa costumbre hindú. Será enterrado al lado del hospital de su fundación en Bathalapalli, a media hora del campus del Rural Development Trust, la organización que fundó en 1969. "Descansará en un lugar amplio, por donde pasa mucha gente, un lugar muy suyo, respetuoso y discreto", dice Inés Milà, directora de comunicación de la fundación.

El espíritu altruista lo tuvo desde muy joven, cuando con 18 años fue reclutado durante la guerra civil por el Ejército republicano para la batalla del Ebro. La experiencia en la quinta del biberón, "sin pegar ningún tiro", le condujo luego a la Compañía de Jesús, y de ahí casi directo hacia la India, donde su labor no siempre fue entendida. Sus primeros 15 años los pasó en Bombay y Manmad, donde algunos le apodaron el loco de Manmad. Loco, porque nunca habían visto a un occidental volcarse tanto en los más pobres, en los dalit, los intocables. Tan loco, que las autoridades vieron en él una amenaza y ordenaron su expulsión. 30.000 campesinos salieron a la calle para impedirlo e Indira Gandhi revocó la orden: "El señor Ferrer solo se ha ido de vacaciones; será bienvenido a su regreso".Volvió en 1969, cuando colgó los hábitos, y se instaló en Anantapur, una de las zonas más pobres de India, donde comenzó a aplicar su filosofía: "La pobreza no está para ser entendida, sino para ser erradicada". Y puso manos a la obra, con su inseparable Anne.