TEtste año mi móvil se ha convertido en la niña del exorcista. Pasó la mañana de los días festivos bastante tranquilo, pero, a mediodía, empezó a sufrir un colapso nervioso, vibrando desesperado, sin dar abasto a recibir la cantidad de mensajes de felicitación que le llegaban. Por un momento temí que acabara lanzándome un politono en lenguas muertas.

No les voy a negar que al principio te ilusionas, porque en estas fechas se acuerda de ti gente inesperada, pero una vez que has leído dos o tres, la ilusión deja paso al asombro y este al mosqueo. O algunos se han convertido en poetas de ripios espeluznantes o es que copian el mismo chiste repitiendo compulsivamente frases rimbombantes sobre el amor, la paz y la amistad. Es más, a veces te llega el mismo mensaje de personas completamente diferentes. Yo entiendo que es época de sequía de ideas, y que es difícil estrujarse los sesos para encontrar felicitaciones personales, sobre todo si felicitas a trescientos. También entiendo que son días de desenfreno etílico y gastronómico, y que es complicado teclear con los dedos un poco achispados después de alimentar lorzas hasta mayo. Pero me resulta tan triste como cuando abrías una tarjeta y te encontrabas solo las dos líneas enclenques y esmirriadas que te deseaban feliz Navidad y próspero año nuevo. A mí me gustaban las tarjetas que venían tan llenas de palabras que apenas podías leerlas.

No es cuestión de facilidad de palabra sino de pereza. Para otro año, mejor nos olvidamos de mandar el mismo mensaje a todos. Basta añadir un nombre propio y quitar algún ripio. Tampoco es tan complicado. Feliz año.