Ahora que por fin estamos oficialmente en campaña, llega simultáneamente el momento estelar para las estupideces: se hacen oficiales igual que la campaña. No es que fuera de campaña no se digan o se hagan, que sí y mucho. La diferencia estriba en que en lugar de ser hechos anecdóticos pasan a ser lo común. Pobre del candidato que no se pliegue al mandato de las tonterías, porque corre el riesgo de quedar descalificado. De entre todas, sobresaldrán las que, además de ser estupideces natas, reúnan la condición de mentiras absolutas. Por supuesto, deben estar perpetradas en clave de promesa electoral, que es el molde al que mejor ajustan. Lo peor es que la mayoría consisten en viejos compromisos incumplidos, repetidos hasta la náusea en anteriores campañas, del estilo de crear muchos y más puestos de trabajo y empleos estables o de aumentar derechos y prebendas. Nada hay más tedioso por estos lares que una campaña electoral. Para entretenerla, propongo un juego. Consiste en encontrar la mentira estúpida más importante de la temporada. Hay que detectarla de inmediato y dar pruebas de que nos encontramos ante algo verdaderamente risible e impracticable o imposible o altamente improbable. El premio será no sentirse engañado, premio valiosísimo en los tiempos que corren. Ya sé que los americanos del norte son como niños tontos que no saben ni dónde está el Guadiana, mas, sin embargo, no era tontería ni mentira lo de Obama en su campaña electoral: prometió cargarse al malo y lo hizo. Lástima que no dispongamos de un malo bien malo en la nuestra. Qué aburrimiento. Aquí, como siempre, ganará el mejor, es decir, el que cuente la mentira más necia con mayor gracejo.